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El Papa clama por «nuestros hermanos y hermanas asesinados, quemados vivos, degollados y decapitados»

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Vía crucis en el Coliseo romano

El Papa clama por «nuestros hermanos y hermanas asesinados, quemados vivos, degollados y decapitados»

Cuando la multitud de mártires y de refugiados llega al número más alto en la historia de la humanidad, el Papa no puede callar, y la oración compuesta por Francisco para el Vía Crucis nocturno del Coliseo ha sido la más dura desde que comenzó a celebrarse esta ceremonia. En una plegaria tan personal como intensa, dirigida a la Cruz de Cristo, afirmaba que «aún hoy te seguimos viendo alzada en nuestras hermanas y hermanos asesinados, quemados vivos, degollados y decapitados por las bárbaras espadas y el silencio infame».

Era una reflexión sobre la tragedia que se desarrolla no sólo en Siria e Irak sino también en el norte de África, en Nigeria, en Kenia, en Sudán y en tantos otros países donde los fanáticos en nombre del Islam asesinan a personas inocentes.

Aunque muchas personas en Europa y América no lo saben, las victimas cristianos del fundamentalismo islámico son menos del cinco por ciento del total. La gran mayoría son musulmanes sunníes o chiies, asesinados por fanáticos del otro bando, así como yasidíes y otras minorías religiosas.

Las milicias que explotan para el crimen la fe de los musulmanes son blasfemas, y el Papa lo denunciaba en su oración: «Oh Cruz de Cristo, aun hoy te seguimos viendo en los fundamentalismos y en el terrorismo de los seguidores de cierta religión que profanan el nombre de Dios y lo utilizan para justificar su inaudita violencia».

Igual que había hecho el Jueves Santo después de lavar los pies a doce refugiados musulmanes, coptos e hindúes en un centro de acogida a treinta kilómetros de Roma, el Papa denunció a quienes sacan ganancias de esta tragedia: «Los poderosos y los vendedores de armas, que alimentan los hornos de la guerra con la sangre inocente de los hermanos».

Como el Vía Crucis conmemora la Pasión y muerte de Jesús, la cita de los mártires tenía que ser la primera. Pero, en cuanto a número, el drama de los sesenta millones de refugiados que escapan de las catorce zonas de guerra es el mayor, con gran diferencia.

La Cruz, en los rostros

El Papa invitó a ver la Cruz de Cristo «en los rostros de los niños, de las mujeres y de las personas extenuadas y amedrentadas que huyen de las guerras y de la violencia, y que con frecuencia sólo encuentran la muerte y a tantos Pilatos que se lavan las manos».

Y ahí añadió una referencia dura a quienes les cierran cruelmente las puertas, obligándoles a pagar fortunas a unos 30.000 traficantes de seres humanos y a jugarse la vida en barcos-basura: «Oh Cruz de Cristo, aún hoy te seguimos viendo en nuestro Mediterráneo y en el Mar Egeo, convertidos en un insaciable cementerio, imagen de nuestra conciencia insensible y anestesiada».

También invitó a ver, realísticamente, la Cruz de Cristo en «los destructores de nuestra “casa común”, que con egoísmo arruinan el futuro de las generaciones futuras». Son quienes contaminan, quienes se enriquecen con el abuso de combustibles fósiles que provocan el «efecto invernadero» y quienes mienten para ocultar el desastroso calentamiento global.

La lista de ejemplos contemporáneos de la Cruz de Cristo era larga, pues incluía a «los doctores de la letra y no del espíritu, que en vez de enseñar la misericordia y la vida, amenazan con el castigo y la muerte y condenan al justo», así como a los «ministros infieles que, en vez de despojarse de sus propias ambiciones, despojan incluso a los inocentes de su propia dignidad».

Era una referencia a los sacerdotes y religiosos culpables de abusos sexuales de menores, el más monstruoso de los pecados y delitos que puede cometer un hombre que habla de Dios.

Entre las formas modernas de Cruz

Francisco incluyó también entre las formas modernas de Cruz de Cristo el esfuerzo malvado de «los que quieren quitarte de los lugares públicos y excluirte de la vida pública, en el nombre de un cierto paganismo laicista, o incluso en el nombre de la igualdad que tú mismo nos has enseñado». Y, por supuesto, «en los ladrones y en los corruptos», así como «los necios que construyen depósitos para conservar tesoros que perecen, dejando que Lázaro muere de hambre a sus puertas».

Su larga oración eran muy dura, durísima, pero quizá absolutamente necesarias en un momento de narcotización de la opinión pública, engañada por los promotores de guerras e indiferente ante la tragedia de millones de personas obligadas a escapar de los lugares donde las han creado. Pero quizá hubiera sido hipócrita recordar la Pasión de Jesús sin referencia a la pasión contemporánea de tantos millones de hermanas y hermanos. Francisco sabe que algún día, también él será juzgado.

Juan Vicente Boo. ABC

 

Texto completo de la oración del Papa

Oh Cruz de Cristo, símbolo del amor divino y de la injusticia humana, icono del supremo sacrificio por amor y del extremo egoísmo por necedad, instrumento de muerte y vía de resurrección, signo de la obediencia y emblema de la traición, patíbulo de la persecución y estandarte de la victoria.

Oh Cruz de Cristo, aún hoy te seguimos viendo alzada en nuestras hermanas y hermanos asesinados, quemados vivos, degollados y decapitados por las bárbaras espadas y el silencio infame.

Oh Cruz de Cristo, aún hoy te seguimos viendo en los rostros de los niños, de las mujeres y de las personas extenuadas y amedrentadas que huyen de las guerras y de la violencia, y que con frecuencia sólo encuentran la muerte y a tantos Pilatos que se lavan las manos.

Oh Cruz de Cristo, aún hoy te seguimos viendo en los doctores de la letra y no del espíritu, de la muerte y no de la vida, que en vez de enseñar la misericordia y la vida, amenazan con el castigo y la muerte y condenan al justo. Oh Cruz de Cristo, aún hoy te seguimos viendo en los ministros infieles que, en vez de despojarse de sus propias ambiciones, despojan incluso a los inocentes de su propia dignidad.

Oh Cruz de Cristo, aún hoy te seguimos viendo en los corazones endurecidos de los que juzgan cómodamente a los demás, corazones dispuestos a condenarlos incluso a la lapidación, sin fijarse nunca en sus propios pecados y culpas. Oh Cruz de Cristo, aún hoy te seguimos viendo en los fundamentalismos y en el terrorismo de los seguidores de cierta religión que profanan el nombre de Dios y lo utilizan para justificar su inaudita violencia.

Oh Cruz de Cristo, aún hoy te seguimos viendo en los que quieren quitarte de los lugares públicos y excluirte de la vida pública, en el nombre de un cierto paganismo laicista o incluso en el nombre de la igualdad que tú mismo nos has enseñado. Oh Cruz de Cristo, aún hoy te seguimos viendo en los poderosos y en los vendedores de armas que alimentan los hornos de la guerra con la sangre inocente de los hermanos y dan de comer a sus hijos pan ensangrentado.

Oh Cruz de Cristo, aún hoy te seguimos viendo en los traidores que por treinta denarios entregan a la muerte a cualquier persona. Oh Cruz de Cristo, aún hoy te seguimos viendo en los ladrones y en los corruptos que en vez de salvaguardar el bien común y la ética se venden en el miserable mercado de la inmoralidad. Oh Cruz de Cristo, aún hoy te seguimos viendo en los necios que construyen depósitos para conservar tesoros que perecen, dejando que Lázaro muera de hambre a sus puertas.

Oh Cruz de Cristo, aún hoy te seguimos viendo en los destructores de nuestra «casa común» que con egoísmo arruinan el futuro de las generaciones futuras. Oh Cruz de Cristo, aún hoy te seguimos viendo en los ancianos abandonados por sus propios familiares, en los discapacitados, en los niños desnutridos y descartados por nuestra sociedad egoísta e hipócrita. Oh Cruz de Cristo, aún hoy te seguimos viendo en nuestro mediterráneo y en el Mar Egeo convertidos en un insaciable cementerio, imagen de nuestra conciencia insensible y anestesiada.

Oh Cruz de Cristo, imagen del amor sin límite y vía de la Resurrección, aún hoy te seguimos viendo en las personas buenas y justas que hacen el bien sin buscar el aplauso o la admiración de los demás. Oh Cruz de Cristo, aún hoy te seguimos viendo en los ministros fieles y humildes que alumbran la oscuridad de nuestra vida, como candelas que se consumen gratuitamente para iluminar la vida de los últimos. Oh Cruz de Cristo, aún hoy te seguimos viendo en el rostro de las religiosas y consagrados –los buenos samaritanos– que lo dejan todo para vendar, en el silencio evangélico, las llagas de la pobreza y de la injusticia.

Oh Cruz de Cristo, aún hoy te seguimos viendo en los misericordiosos que encuentran en la misericordia la expresión más alta de la justicia y de la fe. Oh Cruz de Cristo, aún hoy te seguimos viendo en las personas sencillas que viven con gozo su fe en las cosas ordinarias y en el fiel cumplimiento de los mandamientos. Oh Cruz de Cristo, aún hoy te seguimos viendo en los arrepentidos que, desde la profundidad de la miseria de sus pecados, saben gritar: Señor acuérdate de mí cuando estés en tu reino.

Oh Cruz de Cristo, aún hoy te seguimos viendo en los beatos y en los santos que saben atravesar la oscuridad de la noche de la fe sin perder la confianza en ti y sin pretender entender tu silencio misterioso. Oh Cruz de Cristo, aún hoy te seguimos viendo en las familias que viven con fidelidad y fecundidad su vocación matrimonial. Oh Cruz de Cristo, aún hoy te seguimos viendo en los voluntarios que socorren generosamente a los necesitados y maltratados.

Oh Cruz de Cristo, aún hoy te seguimos viendo en los perseguidos por su fe que con su sufrimiento siguen dando testimonio auténtico de Jesús y del Evangelio. Oh Cruz de Cristo, aún hoy te seguimos viendo en los soñadores que viven con un corazón de niños y trabajan cada día para hacer que el mundo sea un lugar mejor, más humano y más justo.

En ti, Cruz Santa, vemos a Dios que ama hasta el extremo, y vemos el odio que domina y ciega el corazón y la mente de los que prefieren las tinieblas a la luz. Oh Cruz de Cristo, Arca de Noé que salvó a la humanidad del diluvio del pecado, líbranos del mal y del maligno. Oh Trono de David y sello de la Alianza divina y eterna, despiértanos de las seducciones de la vanidad. Oh grito de amor, suscita en nosotros el deseo de Dios, del bien y de la luz.

Oh Cruz de Cristo, enséñanos que el alba del sol es más fuerte que la oscuridad de la noche. Oh Cruz de Cristo, enséñanos que la aparente victoria del mal se desvanece ante la tumba vacía y frente a la certeza de la Resurrección y del amor de Dios, que nada lo podrá derrotar u oscurecer o debilitar. Amén.

Mireia Bonilla, para Radio Vaticana


Hoy: ¡Felicita la Pascua!

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Mi camino hacia la Pascua

Hoy: ¡Felicita la Pascua!

El desafío que te proponemos hoy desde Alfa y Omega es… felicitar la Pascua a tu familia, a tus amigos, a quien te encuentres por la calle. Vivimos del día que ha cambiado la Historia. Ya nada es igual, todo ha cambiado. El pecado ya no puede nada sobre el que vive del Resucitado. Nuestra vida es distinta porque el cielo está abierto, Él lo ha abierto para nosotros. Volvemos a Casa. Cuéntalo.

Desde Alfa y Omega te hemos propuesto cada día de esta Cuaresma una idea, una actividad, una reflexión, un propósito, para ayudarte a vivir en profundizar este camino hacia la Pascua. Sólo nos queda decirte: ¡Feliz Pascua, hermano o hermana! Que Dios te bendiga y que la Virgen te guarde. Que Dios te muestre su rostro y te conceda la paz. Que Dios te bendiga.

«Ser cristianos significa vivir de modo pascual»

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Vigilia Pascual en la catedral de la Almudena

«Ser cristianos significa vivir de modo pascual»

«¡Cuántas personas sin distinción, sobre todo los más pobres, reciben en todas las partes de la tierra el testimonio con obras de cristianos que gastan la vida por acercar con su vida». Esto significa vivir «de modo pascual», dijo el arzobispo de Madrid en la vigilia Pascual, en la que administró también los sacramentos de iniciación cristiana a varios adultos. Este es el texto de su homilía:

La Iglesia comunica hoy a toda la humanidad lo mismo que hicieran hace XXI siglos los primeros discípulos del Señor: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo?» (cfr. Lc 24, 1-11), y la experiencia vivida por María Magdalena cuando fue al sepulcro y vio la losa quitada y echó a correr, a donde estaba Pedro y el otro discípulo a quien tanto quería Jesús, para decirles: «Se han llevado del sepulcro al Señor». Ellos salieron camino del sepulcro y, entrando Pedro, vio las vendas en el suelo y el sudario con el que le habían cubierto la cabeza enrollado en un sitio aparte; y después entró Juan y «vio y creyó». Desde entonces, la Iglesia canta y anuncia con todas sus fuerzas, en todos los lugares de la tierra, con obras y palabras, así: «¡Cristo ha resucitado, aleluya!». Que este clima festivo, esta realidad y estos sentimientos abarquen el arco de nuestra existencia.

La vida cristiana tiene su origen en la Pascua. La Resurrección de Cristo funda la fe cristiana, está en la base del anuncio del Evangelio y hace nacer a la Iglesia. ¡Qué fuerza tienen las palabras de Pedro! «Nosotros somos testigos de todo lo que hizo […] lo mataron […] Pero Dios lo resucitó al tercer día y nos lo hizo ver […] Nos encargó predicar al pueblo, dando solemne testimonio» (cfr. Hch 10, 34a. 37-43). ¡Qué hondura adquiere, para esta humanidad, el saber que la vida verdadera tiene su origen en la Pascua, en la Resurrección de Cristo, que nos incorpora a su Muerte y Resurrección!

La Resurrección de Cristo, nos hace ver los siete días de la creación de una manera absolutamente nueva:

I) Dios creó todo lo que existe y creó al hombre a su imagen y semejanza y le puso en el centro de toda la creación, todo a su servicio para que sirviese a todos los hombres sin excepción (Gn 1, 1-2,2).

II) No podemos reservarnos nada para nosotros, todo es de Dios y para Dios, por eso hemos de decir como Abraham: «Aquí me tienes», o como nuestra madre María: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra»; quiero vivir y hacer lo que tú quieres y cómo tú quieres (cfr. Gn 22, 1-2. 9a. 10-13. 15-18).

III) La seguridad del ser humano está en que Dios siempre está con y al lado del hombres, está para liberarlos y darles la salvación mostrada en plenitud en Jesucristo (cfr. Ex 14, 15-15,1).

IV) No profanar lo creado: cuando la conducta del ser humano profana lo creado, Dios muestra su santidad recogiéndonos de todas las naciones, reuniéndonos de todos los países, y nos lleva al lugar donde hemos de estar, arrancando nuestro corazón de piedra y dándonos un corazón de carne (cfr. Ez 36, 16-28).

V) La absolutamente nuevo: nuestra vieja condición ha sido crucificada con Cristo, ha destruido nuestra personalidad de pecadores, estamos libre de la esclavitud del pecado, considerémonos muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo (Rm 6, 3-11).

VI) Hemos resucitado con Cristo y hay que buscar los bienes de arriba, que no es desentendernos de la vida y de los hombres y sus situaciones, sino vivir conforme a lo que nos ha acontecido: habéis muerto y nuestra vida está con Cristo (cfr. Col 3, 1-4).

VII) Celebremos la Resurrección de Cristo, la gran fiesta del triunfo del hombre que está en el triunfo de Dios; como los primeros discípulos: vemos y creemos. Ved toda la historia desde quienes fueron los primeros testigos hasta hoy: ofrecemos una Vida, la de Cristo; damos testimonio de ella hoy y siempre. Los santos y los mártires nos lo muestran, por las obras os conocerán: ¡Cuántos lugares! ¡Cuántas personas sin distinción, sobre todo los más pobres, reciben en todas las partes de la tierra el testimonio con obras de cristianos que gastan la vida por acercar con su vida, que se convierte en canto, lo que hoy decimos en la secuencia «ofrezcan los cristianos/ ofrendas de alabanza/ a gloria de la Víctima/ propicia de la Pascua/…muerto es que es la Vida/ triunfante se levanta».

Ser cristianos significa vivir de modo pascual. Significa que tenemos que entrar con todas las consecuencias, implicándonos en el dinamismo originado por el Bautismo, que lleva a morir al pecado para vivir con Dios. ¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón! Toda nuestra fe se basa en la transmisión constante y fiel de esta buena nueva, que requiere la labor de testigos entusiastas y valientes, con vidas vivas y activas. Cristo es quien nos vivifica y nos hace hacer lo mismo que a los primeros: «Salieron a predicar por todas partes, colaborando el Señor con ellos y confirmando la Palabra con señales que la acompañaban» (cfr. Mc 16,20).

Os invito a asumir el vivir este modo pascual, que tiene como centro a Cristo en tres manifestaciones:

  1. Salir de nosotros mismos: Ser cristiano significa seguir a Jesús, recorrer los caminos de nuestra vida permaneciendo con Él, compartiendo su camino y su misión. Hablando a todos los que nos encontremos por el camino sin distinción, a los pequeños y a los grandes, a los ricos y a los pobres, a los poderosos y a los débiles, pero siempre curando, consolando, dando esperanza. En Cristo descubrimos que Dios no esperó que fuéramos a Él, fue Él quien vino a nosotros sin cálculos, ni medidas. Todos los hombres pueden decir «me amó y se entregó por mí». Sí, «por mí», pero para que fuésemos como Él, saliendo a todas las periferias existenciales, hacia los más olvidados y necesitados. Hay que llevar la presencia viva de Jesús misericordioso y rico en amor. Entremos en la lógica de la Resurrección. Por el Bautismo hemos entrado en esta lógica.
  2. Caminar y evangelizar: Formamos parte de un pueblo en camino; camina por la historia y lo hace junto al Señor y con la vida del Señor. No somos islas, no caminamos solos, vamos con todos los que han acogido a Cristo y mueven su vida con su Vida. No puede haber cerrazón de unos a otros, sino la apertura a Dios que nos abre a todos. Caminamos juntos, colaboramos unos con otros, nos ayudamos mutuamente, sabemos pedir disculpas, reconocemos nuestros errores y las divisiones que provocamos y hacemos que el pueblo se rompa, pero sabemos pedir perdón. Somos un pueblo que caminamos unidos, sin evasiones hacia delante o hacia atrás, sin nostalgias del pasado. Y mientras caminamos nos conocemos, nos conocen, nos contamos, compartimos, crecemos como una gran familia. ¿Cómo caminamos? ¿Qué hago para caminar juntos? En el camino no estéis tristes, ni desanimados. Tomad conciencia de la presencia del Señor, va con nosotros. Nos pide que miremos a todos y que veamos las heridas, que llevemos su vida en nosotros para curar a todos. Él y su Vida en nosotros, nos hace abrazar con amor a todos.
  3. Con la fe, la alegría y la intercesión de María: La fe de María desató el nudo del pecado: «Hágase en mi según tu Palabra». Lo que ató a Eva por su falta de fe, lo desata María con su fe. La fe de María trae a la Alegría, trae a Jesucristo verdadera Alegría, le da rostro humano. Conocemos y nos hemos encontrado con Jesucristo, verdadera Alegría, por la fe de María. La fe siempre lleva a la alegría, por eso María es la Madre de la Alegría, nos hace ver dónde está el triunfo del hombre. Nos acogemos a la intercesión de María, deseamos caminar con quien convierte aquella cueva de Belén en hacer ver a los hombres el inicio de la ternura y de la misericordia que culmina en la Resurrección de Cristo. Tengamos el estilo mariano de salir de nosotros, de caminar y de vivir la fe y la alegría.

Quien dijo: «Yo hago todas las cosas nuevas», se hace realmente presente ahora en el Misterio de la Eucaristía. El Resucitado entre nosotros. Acogedlo hermanos. Amén.

«Hoy es la fiesta de nuestra esperanza»

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Vigilia Pascual en la basílica de San Pedro

«Hoy es la fiesta de nuestra esperanza»

La Vigilia Pascual celebra el acontecimiento que cambió definitivamente la historia de la humanidad, pero que su eco siga resonando en el mundo depende de que, efectivamente, no caigamos en la «terrible trampa de ser cristianos sin esperanza, que viven como si el Señor no hubiera resucitado y nuestros problemas fueran el centro de la vida».

La esperanza fue el centro de la homilía del Papa en la Vigilia Pascual. Si los cristianos –advirtió– no son capaces olvidarse de sí mismos y de vivir «como siervos alegres de la esperanza, estamos llamados a anunciar al Resucitado con la vida y mediante el amor; si no es así seremos un organismo internacional con un gran número de seguidores y buenas normas, pero incapaz de apagar la sed de esperanza que tiene el mundo».

Francisco comenzó su predicación recordando que Pedro, pese a no creer a las mujeres que contaron que habían visto el sepulcro vacía, «sin embargo, se levantó». «No se dejó atrapar por la densa atmósfera de aquellos días, ni dominar por sus dudas; no se dejó hundir por los remordimientos, el miedo y las continuas habladurías que no llevan a nada», explicó. Buscó a Jesús, no a sí mismo». «Este fue el comienzo de la resurrección de Pedro, la resurrección de su corazón. Sin ceder a la tristeza o a la oscuridad, se abrió a la voz de la esperanza: dejó que la luz de Dios entrara en su corazón sin apagarla».

Ese es el modelo. «Al igual que Pedro y las mujeres, tampoco nosotros encontraremos la vida si permanecemos tristes y sin esperanza y encerrados en nosotros mismos», añadió el Pontífice. «

Pero la primera piedra que debemos remover esta noche es ésta: la falta de esperanza que nos encierra en nosotros mismos».

Vivir con esperanza no es vivir son problemas, que siempre los tendremos «cerca de nosotros y dentro de nosotros. Siempre los habrá, pero en esta noche hay que iluminar esos problemas con la luz del Resucitado, en cierto modo hay que evangelizarlos. No permitamos que la oscuridad y los miedos atraigan la mirada del alma y se apoderen del corazón».

La resurrección de Cristo « es el fundamento de la esperanza, que no es simple optimismo». «El Paráclito no hace que todo parezca bonito, no elimina el mal con una varita mágica, sino que infunde la auténtica fuerza de la vida, que no consiste en la ausencia de problemas, sino en la seguridad de que Cristo, que por nosotros ha vencido el pecado, la muerte y el temor, siempre nos ama y nos perdona». Por eso, «hoy es la fiesta de nuestra esperanza, la celebración de esta certeza: nada ni nadie nos podrá apartar nunca de su amor».

Una vez que el cristiano se ha encontrado con Cristo resucitado, está llamado «a suscitar y resucitar la esperanza en los corazones abrumados por la tristeza, en quienes no consiguen encontrar la luz de la vida. Hay tanta necesidad de ella hoy».

Homilía íntegra del Papa

«Pedro fue corriendo al sepulcro» (Lc 24,12). ¿Qué pensamientos bullían en la mente y en el corazón de Pedro mientras corría? El Evangelio nos dice que los Once, y Pedro entre ellos, no creyeron el testimonio de las mujeres, su anuncio pascual. Es más, «lo tomaron por un delirio» (v.11). En el corazón de Pedro había por tanto duda, junto a muchos sentimientos negativos: la tristeza por la muerte del Maestro amado y la desilusión por haberlo negado tres veces durante la Pasión.

Hay en cambio un detalle que marca un cambio: Pedro, después de haber escuchado a las mujeres y de no haberlas creído, «sin embargo, se levantó» (v.12). No se quedó sentado a pensar, no se encerró en casa como los demás. No se dejó atrapar por la densa atmósfera de aquellos días, ni dominar por sus dudas; no se dejó hundir por los remordimientos, el miedo y las continuas habladurías que no llevan a nada. Buscó a Jesús, no a sí mismo. Prefirió la vía del encuentro y de la confianza y, tal como estaba, se levantó y corrió hacia el sepulcro, de dónde regresó «admirándose de lo sucedido» (v.12). Este fue el comienzo de la «resurrección» de Pedro, la resurrección de su corazón. Sin ceder a la tristeza o a la oscuridad, se abrió a la voz de la esperanza: dejó que la luz de Dios entrara en su corazón sin apagarla.

También las mujeres, que habían salido muy temprano por la mañana para realizar una obra de misericordia, para llevar los aromas a la tumba, tuvieron la misma experiencia. Estaban «despavoridas y mirando al suelo», pero se impresionaron cuando oyeron las palabras del ángel: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?» (v.5).

Al igual que Pedro y las mujeres, tampoco nosotros encontraremos la vida si permanecemos tristes y sin esperanza y encerrados en nosotros mismos. Abramos en cambio al Señor nuestros sepulcros sellados, para que Jesús entre y lo llene de vida; llevémosle las piedras del rencor y las losas del pasado, las rocas pesadas de las debilidades y de las caídas. Él desea venir y tomarnos de la mano, para sacarnos de la angustia. Pero la primera piedra que debemos remover esta noche es ésta: la falta de esperanza que nos encierra en nosotros mismos. Que el Señor nos libre de esta terrible trampa de ser cristianos sin esperanza, que viven como si el Señor no hubiera resucitado y nuestros problemas fueran el centro de la vida.

Continuamente vemos, y veremos, problemas cerca de nosotros y dentro de nosotros. Siempre los habrá, pero en esta noche hay que iluminar esos problemas con la luz del Resucitado, en cierto modo hay que «evangelizarlos». No permitamos que la oscuridad y los miedos atraigan la mirada del alma y se apoderen del corazón, sino escuchemos las palabras del Ángel: el Señor «no está aquí. Ha resucitado» (v.6); Él es nuestra mayor alegría, siempre está a nuestro lado y nunca nos defraudará.

Este es el fundamento de la esperanza, que no es simple optimismo, y ni siquiera una actitud psicológica o una hermosa invitación a tener ánimo. La esperanza cristiana es un don que Dios nos da si salimos de nosotros mismos y nos abrimos a él. Esta esperanza no defrauda porque el Espíritu Santo ha sido infundido en nuestros corazones (cf. Rm 5,5). El Paráclito no hace que todo parezca bonito, no elimina el mal con una varita mágica, sino que infunde la auténtica fuerza de la vida, que no consiste en la ausencia de problemas, sino en la seguridad de que Cristo, que por nosotros ha vencido el pecado, la muerte y el temor, siempre nos ama y nos perdona. Hoy es la fiesta de nuestra esperanza, la celebración de esta certeza: nada ni nadie nos podrá apartar nunca de su amor (cf. Rm 8,39).

El Señor está vivo y quiere que lo busquemos entre los vivos. Después de haberlo encontrado, invita a cada uno a llevar el anuncio de Pascua, a suscitar y resucitar la esperanza en los corazones abrumados por la tristeza, en quienes no consiguen encontrar la luz de la vida. Hay tanta necesidad de ella hoy. Olvidándonos de nosotros mismos, como siervos alegres de la esperanza, estamos llamados a anunciar al Resucitado con la vida y mediante el amor; si no es así seremos un organismo internacional con un gran número de seguidores y buenas normas, pero incapaz de apagar la sed de esperanza que tiene el mundo.

¿Cómo podemos alimentar nuestra esperanza? La liturgia de esta noche nos propone un buen consejo. Nos enseña a hacer memoria de las obras de Dios. Las lecturas, en efecto, nos han narrado su fidelidad, la historia de su amor por nosotros. La Palabra viva de Dios es capaz de implicarnos en esta historia de amor, alimentando la esperanza y reavivando la alegría. Nos lo recuerda también el Evangelio que hemos escuchado: los ángeles, para infundir la esperanza en las mujeres, dicen: «Recordad cómo [Jesús] os habló» (v.6). No olvidemos su Palabra y sus acciones, de lo contrario perderemos la esperanza; hagamos en cambio memoria del Señor, de su bondad y de sus palabras de vida que nos han conmovido; recordémoslas y hagámoslas nuestras, para ser centinelas del alba que saben descubrir los signos del Resucitado.

Queridos hermanos y hermanas, ¡Cristo ha resucitado! Abrámonos a la esperanza y pongámonos en camino; que el recuerdo de sus obras y de sus palabras sea la luz resplandeciente que oriente nuestros pasos confiadamente hacia la Pascua que no conocerá ocaso.

«Esperanza para la querida Siria»

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Mensaje Urbi et Orbi 2016

«Esperanza para la querida Siria»

Los refugiados, las víctimas del terrorismo, los cristianos perseguidos, los ancianos que viven sin esperanza… fueron especialmente recordadas por el Papa en su Mensaje de Pascua de Francisco, en un Domingo de Resurrección en el que el Papa impartió la tradicional bendición Urbi et Orbi.

«Cristo resucitado indica caminos de esperanza a la querida Siria, un país desgarrado por un largo conflicto», dijo el Pontífice. «Que el mensaje de vida, proclamado por el ángel junto a la piedra removida del sepulcro, aleje la dureza de nuestro corazón y promueva un intercambio fecundo entre pueblos y culturas en las zonas de la cuenca del Mediterráneo y de Medio Oriente, en particular en Irak, Yemen y Libia», añadió. «Que la imagen del hombre nuevo, que resplandece en el rostro de Cristo, fomente la convivencia entre israelíes y palestinos en Tierra Santa, así como la disponibilidad paciente y el compromiso cotidiano de trabajar en la construcción de los cimientos de una paz justa y duradera a través de negociaciones directas y sinceras. Que el Señor de la vida acompañe los esfuerzos para alcanzar una solución definitiva de la guerra en Ucrania, inspirando y apoyando también las iniciativas de ayuda humanitaria, incluida la de liberar a las personas detenidas».

Francisco pidió entonces que la fiesta de Pascua avive «nuestra cercanía a las víctimas del terrorismo, esa forma ciega y brutal de violencia que no cesa de derramar sangre inocente en diferentes partes del mundo, como ha ocurrido en los recientes atentados en Bélgica, Turquía, Nigeria, Chad, Camerún y Costa de Marfil», y «que lleve a buen término el fermento de esperanza y las perspectivas de paz en África», el países como Burundi, Mozambique, la República Democrática del Congo y en el Sudán del Sur, «lacerados por tensiones políticas y sociales».

También recordó Francisco al pueblo venezolano, «en las difíciles condiciones en las que vive», y deseó que quienes «tienen en sus manos el destino del país» trabajen «en pos del bien común, buscando formas de diálogo y colaboración entre todos».

No podía faltar este año una mención a los migrantes. «Son una muchedumbre cada vez más grande de emigrantes y refugiados –incluyendo muchos niños– que huyen de la guerra, el hambre, la pobreza y la injusticia social», dijo el Papa. «Estos hermanos y hermanas nuestros, encuentran demasiado a menudo en su recorrido la muerte o, en todo caso, el rechazo de quien podrían ofrecerlos hospitalidad y ayuda».

Particular mención hizo el Pontífice «a los más vulnerables y los que son perseguidos por motivos étnicos y religiosos». «Con nuestros hermanos y hermanas perseguidos por la fe y por su fidelidad al nombre de Cristo, y ante el mal que parece prevalecer en la vida de tantas personas, volvamos a escuchar las palabras consoladoras del Señor: «No tengáis miedo. ¡Yo he vencido al mundo!»».

Por último, el Papa recordó a quienes «en nuestras sociedades han perdido toda esperanza y el gusto de vivir, a los ancianos abrumados que en la soledad sienten perder vigor, a los jóvenes a quienes parece faltarles el futuro, a todos dirijo una vez más las palabras del Señor resucitado: “Mira, hago nuevas todas las cosas… Al que tenga sed yo le daré de la fuente del agua de la vida gratuitamente”».

Mensaje Urbi et Orbi del Papa

«Dad gracias al Señor porque es bueno Porque es eterna su misericordia» (Sal 135,1)

Queridos hermanos y hermanas, ¡Feliz Pascua!

Jesucristo, encarnación de la misericordia de Dios, ha muerto en cruz por amor, y por amor ha resucitado. Por eso hoy proclamamos: ¡Jesús es el Señor!

Su resurrección cumple plenamente la profecía del Salmo: «La misericordia de Dios es eterna», su amor es para siempre, nunca muere. Podemos confiar totalmente en él, y le damos gracias porque ha descendido por nosotros hasta el fondo del abismo.

Ante las simas espirituales y morales de la humanidad, ante al vacío que se crea en el corazón y que provoca odio y muerte, solamente una infinita misericordia puede darnos la salvación. Solo Dios puede llenar con su amor este vacío, estas fosas, y hacer que no nos hundamos, y que podamos seguir avanzando juntos hacia la tierra de la libertad y de la vida.

El anuncio gozoso de la Pascua: Jesús, el crucificado, «no está aquí, ¡ha resucitado!» (Mt 28,6), nos ofrece la certeza consoladora de que se ha salvado el abismo de la muerte y, con ello, ha quedado derrotado el luto, el llanto y la angustia (cf. Ap 21,4). El Señor, que sufrió el abandono de sus discípulos, el peso de una condena injusta y la vergüenza de una muerte infame, nos hace ahora partícipes de su vida inmortal, y nos concede su mirada de ternura y compasión hacia los hambrientos y sedientos, los extranjeros y los encarcelados, los marginados y descartados, las víctimas del abuso y la violencia. El mundo está lleno de personas que sufren en el cuerpo y en el espíritu, mientras que las crónicas diarias están repletas de informes sobre delitos brutales, que a menudo se cometen en el ámbito doméstico, y de conflictos armados a gran escala que someten a poblaciones enteras a pruebas indecibles.

Cristo resucitado indica caminos de esperanza a la querida Siria, un país desgarrado por un largo conflicto, con su triste rastro de destrucción, muerte, desprecio por el derecho humanitario y la desintegración de la convivencia civil. Encomendamos al poder del Señor resucitado las conversaciones en curso, para que, con la buena voluntad y la cooperación de todos, se puedan recoger frutos de paz y emprender la construcción una sociedad fraterna, respetuosa de la dignidad y los derechos de todos los ciudadanos. Que el mensaje de vida, proclamado por el ángel junto a la piedra removida del sepulcro, aleje la dureza de nuestro corazón y promueva un intercambio fecundo entre pueblos y culturas en las zonas de la cuenca del Mediterráneo y de Medio Oriente, en particular en Irak, Yemen y Libia. Que la imagen del hombre nuevo, que resplandece en el rostro de Cristo, fomente la convivencia entre israelíes y palestinos en Tierra Santa, así como la disponibilidad paciente y el compromiso cotidiano de trabajar en la construcción de los cimientos de una paz justa y duradera a través de negociaciones directas y sinceras. Que el Señor de la vida acompañe los esfuerzos para alcanzar una solución definitiva de la guerra en Ucrania, inspirando y apoyando también las iniciativas de ayuda humanitaria, incluida la de liberar a las personas detenidas.

Que el Señor Jesús, nuestra paz (cf. Ef 2,14), que con su resurrección ha vencido el mal y el pecado, avive en esta fiesta de Pascua nuestra cercanía a las víctimas del terrorismo, esa forma ciega y brutal de violencia que no cesa de derramar sangre inocente en diferentes partes del mundo, como ha ocurrido en los recientes atentados en Bélgica, Turquía, Nigeria, Chad, Camerún y Costa de Marfil; que lleve a buen término el fermento de esperanza y las perspectivas de paz en África; pienso, en particular, en Burundi, Mozambique, la República Democrática del Congo y en el Sudán del Sur, lacerados por tensiones políticas y sociales.

Dios ha vencido el egoísmo y la muerte con las armas del amor; su Hijo, Jesús, es la puerta de la misericordia, abierta de par en par para todos. Que su mensaje pascual se proyecte cada vez más sobre el pueblo venezolano, en las difíciles condiciones en las que vive, así como sobre los que tienen en sus manos el destino del país, para que se trabaje en pos del bien común, buscando formas de diálogo y colaboración entre todos. Y que se promueva en todo lugar la cultura del encuentro, la justicia y el respeto recíproco, lo único que puede asegurar el bienestar espiritual y material de los ciudadanos.

El Cristo resucitado, anuncio de vida para toda la humanidad que reverbera a través de los siglos, nos invita a no olvidar a los hombres y las mujeres en camino para buscar un futuro mejor. Son una muchedumbre cada vez más grande de emigrantes y refugiados –incluyendo muchos niños– que huyen de la guerra, el hambre, la pobreza y la injusticia social. Estos hermanos y hermanas nuestros, encuentran demasiado a menudo en su recorrido la muerte o, en todo caso, el rechazo de quien podrían ofrecerlos hospitalidad y ayuda. Que la cita de la próxima Cumbre Mundial Humanitaria no deje de poner en el centro a la persona humana, con su dignidad, y desarrollar políticas capaces de asistir y proteger a las víctimas de conflictos y otras situaciones de emergencia, especialmente a los más vulnerables y los que son perseguidos por motivos étnicos y religiosos.

Que, en este día glorioso, «goce también la tierra, inundada de tanta claridad» (Pregón pascual), aunque sea tan maltratada y vilipendiada por una explotación ávida de ganancias, que altera el equilibrio de la naturaleza. Pienso en particular a las zonas afectadas por los efectos del cambio climático, que en ocasiones provoca sequía o inundaciones, con las consiguientes crisis alimentarias en diferentes partes del planeta.

Con nuestros hermanos y hermanas perseguidos por la fe y por su fidelidad al nombre de Cristo, y ante el mal que parece prevalecer en la vida de tantas personas, volvamos a escuchar las palabras consoladoras del Señor: «No tengáis miedo. ¡Yo he vencido al mundo!» (Jn 16,33). Hoy es el día brillante de esta victoria, porque Cristo ha derrotado a la muerte y su resurrección ha hecho resplandecer la vida y la inmortalidad (cf. 2 Tm 1,10). «Nos sacó de la esclavitud a la libertad, de la tristeza a la alegría, del luto a la celebración, de la oscuridad a la luz, de la servidumbre a la redención. Por eso decimos ante él: ¡Aleluya!» (Melitón de Sardes, Homilía Pascual).

A quienes en nuestras sociedades han perdido toda esperanza y el gusto de vivir, a los ancianos abrumados que en la soledad sienten perder vigor, a los jóvenes a quienes parece faltarles el futuro, a todos dirijo una vez más las palabras del Señor resucitado: «Mira, hago nuevas todas las cosas… Al que tenga sed yo le daré de la fuente del agua de la vida gratuitamente» (Ap 21,5-6). Que este mensaje consolador de Jesús nos ayude a todos nosotros a reanudar con mayor vigor la construcción de caminos de reconciliación con Dios y con los hermanos.

Madrid llena

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De Madrid al cielo

Madrid llena

Estos días, la escaleta de los informativos ha estado marcada por los abominables atentados que sacuden el mundo. Pero tras las malas noticias, las que tocan y trastocan, los editores incluyen otras amables. Como cada Semana Santa, se han sucedido las imágenes de playas y procesiones, de bañistas y cofrades deseando que no lloviera. Quizá porque el Congreso anda de vacaciones o porque la capital no tiene mar y muchos piensan que aquí no queda ni un alma, Madrid ha cedido su habitual protagonismo.

Las procesiones de la Villa y Corte son desconocidas para el común de los telespectadores e incluso para muchos madrileños, que efectivamente parten en busca de sol y playa. Quien se ha quedado aquí, como Laura, una amiga periodista, ha visto procesiones con «gran afluencia», familiares, y vividas con «mucho recogimiento», más al estilo castellano que al andaluz.

El Domingo de Ramos, la imagen de Nuestro Padre Jesús del Amor, conocida popularmente como La Borriquita, salió por vez primera desde la catedral. Y en un momento del recorrido tuvo que guarecerse de la lluvia en los soportales de la Plaza Mayor. Esa misma tarde, sin dejar de mirar el cielo, el Cristo de Los Estudiantes completó su habitual recorrido rodeado de devotos.

El Miércoles Santo, como cada año, salió la Hermandad de Los Gitanos; mientras que el Jueves Santo se cruzaron en las calles Jesús El Pobre, Jesús del Gran Poder y La Macarena –a la que la familia de Laura dedicó un sonoro «¡Guapa!»–. Nuestro arzobispo también se sumó al recorrido y alentó a los cofrades: «Tenéis que llevar esperanza como Ella», dijo monseñor Osoro a los macarenos, después de apartar el faldón de la imagen. «Seguid adelante», pidió a los anderos.

El Viernes Santo salieron el popularísimo Jesús de Medinaceli, el Cristo de los Alabarderos, El Divino Cautivo –que ya había recorrido el barrio de Salamanca el día anterior–, María Santísima de los Siete Dolores, el Santo Entierro… y el Sábado Santo, La Soledad.

Como me explicaba el asistente eclesiástico de Hermandades y Cofradías, Ángel Miralles, la gente está «volcada» tanto en estas procesiones como en las de los pueblos y barrios –con incorporaciones como la del Ensanche de Vallecas–, y hay un ambiente de gran respeto. Y al final, aunque Madrid esté más vacía que de costumbre, a muchos les llena más que nunca.

Rodrigo Pinedo

Monseñor Osoro lava los pies a diez internos

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Jueves Santo, en la prisión de Soto del Real

Monseñor Osoro lava los pies a diez internos

Como colofón del Jubileo de la Misericordia celebrado en la prisión de Soto del Real el pasado día 11 de marzo, el arzobispo de Madrid regresó para compartir con los internos la Eucaristía de la Cena del Señor del Jueves Santo. Con la participación de cinco sacerdotes, 280 internos y 20 voluntarios, monseñor Osoro se ciñó la toalla y lavó los pies a diez internos, una voluntaria y un funcionario, representando a todos los que viven y trabajan dentro de la prisión.

En la homilía, cercana y sencilla, les dijo que era «una inmensa alegría poder estar con vosotros celebrando este día. Gracias por permitirme estar aquí». Prosiguió recordando que «decir “quiero a los demás” es fácil. Decírselo con obras es difícil. Comulgar con el Señor es tener su mismo amor. Y Jesús para hacérnoslo entender se pone a lavar los pies a sus discípulos». «Todos tenemos que limpiar nuestra vida y buscar la verdad, aquello que nos puede hacer felices. Y cuando buscamos y nos limpiamos encontramos a Jesús y, en Él, la felicidad. Tres son las llaves para ser felices: amar hasta el extremo, hacerse esclavo y construir la fraternidad», añadió.

Monseñor Osoro terminó invitándoles a acoger estas tres llaves y desde este lugar «cambiar el mundo». En esta tarea no estáis solos, les recordó: «Yo estoy dispuesto a cambiarlo con vosotros, a acompañaros en esta tarea. Para ello acoged a Jesús que transforma la vida y ayuda a besar el pie a quien sea».

Después de la comunión, a petición de los mismos internos, tuvo lugar un emotivo minuto de silencio y oración por las víctimas del atentado de Bruselas. Rompieron el silencio cantando el Himno de la Alegría con el deseo de que un día reine entre los hombres la fraternidad y la paz.

La mañana finalizó con la visita del arzobispo a los enfermos del módulo de enfermería.

Paulino Alonso
Capellán de Soto del Real

«El cristiano, si es triste, no es cristiano»

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La Semana Santa del arzobispo de Madrid

«El cristiano, si es triste, no es cristiano»

Decenas de sacerdotes, diáconos y seminaristas acompañaron el Miércoles Santo al arzobispo de Madrid en la celebración de la Misa Crismal en la catedral de la Almudena. «Se nos pide que seamos expertos en ser rostros vivos de la misericordia», recordó a los presbíteros presentes el día que renovaron sus promesas sacerdotales.

Monseñor Osoro, al estilo del Papa Francisco, fue claro en los mensajes dirigidos a sus sacerdotes: «La esperanza no la da ni tal o cual parroquia, ni tal o cual destino o responsabilidad, ni el dinero, ni el éxito, ni el poder ni el placer», les dijo. Y pidió a los presentes estar alegres, pues «sin alegría daremos rumores, nos entretendremos en nosotros mismos, pero no daremos la noticia fuerte y grande que lo cambia todo: Jesucristo». El cristiano, y mucho más si es sacerdote, «es alegre, y si es triste no es cristiano y no es buen sacerdote; algo esencial le falta».

Eucaristía, don de Dios al mundo

Durante la Misa de la Cena del Señor, monseñor Osoro recordó a los fieles que abarrotaban la catedral que la Eucaristía es «don de Dios para la vida del mundo». Es el «sacramento por excelencia. Contiene todo el misterio de nuestra salvación, y es la fuente, la cumbre de la acción y de la vida de la Iglesia». El arzobispo de Madrid afirmó que, en el misterio de la Eucaristía, «el Señor nos enseña que Él no es una idea, es una persona que entra en la vida del hombre y la cambia».

Minutos antes de arrodillarse a lavar los pies de varios sacerdotes diocesanos que concelebraban con él, monseñor Osoro recordó que Jesucristo «se hace esclavo de los hombres», porque «lava sus pies», algo que en su cultura «era trabajo de esclavos». Esto resultaba «incomprensible».

La esperanza madurada en la cruz

El Viernes Santo contemplamos a Jesús «en su rostro lleno de dolor, despreciado, ultrajado, desfigurado por el pecado del hombre». Pero, sin embargo, «es el día de la esperanza más grande, la esperanza madurada en la cruz». Monseñor Osoro invitó a los fieles diocesanos a ponerse ante la cruz para ver las necesidades más urgentes de la humanidad. Una de ellas es «la búsqueda de la verdad», porque «la verdad molesta, interpela, nos juzga, nos saca de la mentira». Y recalcó: «Yo entrego al Señor» a la muerte «cuando vivo en la mentira, desde lo que no soy». Otra necesidad es la de vivir «mostrando el rostro del amor misericordioso. Seamos valientes y atrevidos, llenemos nuestra vida de la gracia y del amor mismo de Jesús».

Cristina Sánchez Aguilar


 

Foto: Óscar González/Infomadrid

Foto: Óscar González/Infomadrid

Monseñor Osoro visitó el Martes Santo el hogar Jesús Caminante, en Colmenar Viejo. Desde 1988 esta casa (que ha pasado por diversas ubicaciones) acoge a personas sin hogar en situaciones de deterioro muy avanzado y sin lazos familiares. Actualmente viven en el hogar 60 personas y dos laicos que han dedicado su vida por completo a cuidar de esta gran familia. La fundación Jesús Caminante tiene otra casa en el barrio madrileño de San Blas y en la ciudad peruana de Arequipa.


Los mil acentos de las Pascuas juveniles

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Los mil acentos de las Pascuas juveniles

Misioneras, hospitalarias, contemplativas, vocacionales… las congregaciones religiosas se han volcado en Semana Santa para que los jóvenes pudiesen vivir estos días desde los acentos propios de sus diferentes carismas. El objetivo: ayudar a formar cristianos más maduros y comprometidos

¿Cómo se vive la Semana Santa en un hospital? Esta fue la pregunta que se hizo Eva, una de las 30 jóvenes de toda España que han celebrado este año la Pascua hospitalaria, una iniciativa que los Hermanos de San Juan de Dios organizan cada Semana Santa desde hace más de 20 años. Como ella y sus compañeros, miles de jóvenes han participado en alguna de las innumerables Pascuas temáticas que las diferentes congregaciones religiosas de nuestro país han preparado para ayudarles a vivir estos días santos desde los acentos propios de sus distintos carismas. Pascuas misioneras, contemplativas, vocacionales o asistenciales, con un mismo objetivo: ahondar en el encuentro con Cristo muerto y resucitado, y adquirir una mayor madurez en la fe.

El Calvario en el hospital

Bajo el lema Bienaventurados los misericordiosos porque ellos alcanzarán misericordia –el de la próxima JMJ de Cracovia–, Eva y otra treintena de chicos y chicas han acompañado a los Hermanos de San Juan de Dios en la Pascua hospitalaria que han celebrado en la madrileña Fundación Instituto San José, la misma que visitó Benedicto XVI en la Jornada Mundial de la Juventud de 2011. «Quería vivir de manera más intensa la Semana Santa. Y hacerlo rodeada de enfermos, junto a personas que sufren, me ha hecho redescubrir el rostro muy humano de Dios. He podido contemplar cómo Dios se hace presente en los pequeños detalles, como cuando los enfermos son atendidos o participan en alguna celebración», explica.

Un aspecto esencial de este tipo de experiencias es la combinación de los tiempos de oración con momentos de actividad y de reflexión desde el testimonio. Así, además de acompañar a los enfermos en su día a día, organizar un vía crucis viviente para ellos y compartir las celebraciones litúrgicas, los jóvenes escucharon los testimonios de una trabajadora, una enferma, una voluntaria y un hermano de San Juan de Dios, «que nos ayudaron a descubrir que la fe es capaz de sostener y dar pleno sentido a las personas que pasan una enfermedad», cuenta Eva. Y concluye: «Esta experiencia de misericordia me ha hecho plantearme una nueva forma de vivir mi fe, más encarnada».

De Sevilla a la contemplación

El Jueves Santo, Ramón, de 27 años, y Marta, de 25, casados desde hace menos de un año, cambiaron el fervor de la Semana Santa de Sevilla por el silencio de la Pascua contemplativa que los claretianos han organizado en La Puebla de Vícar, Almería. Junto a otros 20 jóvenes, «hemos pasado los días centrales de la Semana Santa desde la oración y el silencio, con la ayuda de la contemplación de iconos orientales». Una experiencia que ya vivieron el año pasado y que «es muy enriquecedora, porque permite acompañar más profundamente a Jesús en esos momentos esenciales: de lunes a miércoles, nosotros participamos en las procesiones de Sevilla y en la liturgia de nuestra parroquia, y gracias a la experiencia del año pasado, lo hemos vivido más profundamente. También en las procesiones se puede contemplar a Dios, y el arte te puede acercar a Él», dice.

La utilidad de la oración

Al tiempo que ellos participaban en la contemplativa, otros 30 jóvenes disfrutaban con los claretianos de una Pascua misionera, con las gentes de La Puebla de Vícar. Un desarrollo simultáneo que no ha sido casual: «Nosotros estábamos rezando por ellos mientras trabajaban, para sostenerlos en la misión. Yo mismo he participado durante tres años en esas Pascuas misioneras, y entonces nos llamaba mucho la atención que otros estuviesen solo rezando mientras nosotros trabajábamos con niños o ancianos. Esas incomprensiones surgen hoy también al ver la vida contemplativa en la Iglesia. Por eso cuando das el paso de centrarte en la oración y en la contemplación, entiendes la vida espiritual en la Iglesia, la eficacia real de la oración», concluye Ramón.

El silencio y la oración han sido también el eje de la Pascua vocacional para chicas jóvenes que han acogido las salesianas del Sagrado Corazón de Jesús, en la localidad murciana de Alcantarilla. Una Pascua organizada por las religiosas junto a la Delegación de Pastoral Vocacional de la diócesis de Cartagena, y que tenía su paralelo en la Pascua vocacional masculina que se organizó en el seminario diocesano San Fulgencio. En total, una veintena de jóvenes han participado en una Pascua diferente, orientada a dar respuesta a aquellos jóvenes «que sienten inquietudes vocacionales y quieren descubrir a qué los llama el Señor: al matrimonio, a la vida consagrada o al sacerdocio», como explican desde la Delegación.

José Antonio Méndez

«Solo la misericordia de Dios puede salvarnos»

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Así fue la Semana Santa del Papa

«Solo la misericordia de Dios puede salvarnos»

El anuncio de la resurrección

Los refugiados, las víctimas de la guerra y del terrorismo o los cristianos perseguidos fueron algunos de los colectivos recordados por el Papa en su mensaje de Pascua de 2016. Francisco tuvo palabras especiales también para quienes, «en nuestras sociedades, han perdido toda esperanza y el gusto de vivir», como «los ancianos abrumados que en la soledad sienten perder vigor» o «los jóvenes a quienes parece faltarles el futuro». «Ante las simas espirituales y morales de la humanidad –dijo el Pontífice al anunciar la Resurrección de Jesús desde la plaza de San Pedro–, solamente una infinita misericordia puede darnos la salvación. Solo Dios puede llenar con su amor este vacío, estas fosas, y hacer que no nos hundamos, y que podamos seguir avanzando juntos hacia la tierra de la libertad y de la vida».

La trampa de la desesperanza

En la víspera, durante la celebración de la Vigilia Pascual, el Papa señaló «la falta de esperanza que nos encierra en nosotros mismos» como la gran enfermedad que combatir por el cristiano. No caigamos, dijo, en la «terrible trampa de ser cristianos sin esperanza, que viven como si el Señor no hubiera resucitado y nuestros problemas fueran el centro de la vida». Vivir con esperanza no es vivir sin problemas, que siempre los tendremos «cerca de nosotros y dentro de nosotros», pero es preciso iluminarlos «con la luz del Resucitado; en cierto modo hay que evangelizarlos», y no dejar que «la oscuridad y los miedos se apoderen del corazón». Se necesitan cristianos alegres para «suscitar y resucitar la esperanza» en tantos corazones hoy «abrumados por la tristeza». Durante la ceremonia, el Papa bautizó, confirmó y dio la Primera Comunión a doce personas procedentes de Albania, India, China, Camerún e Italia. Del grupo de catecúmenos formaban parte también el embajador de Corea del Sur en Italia y su mujer.

Oh, Cruz de Cristo

Al término del vía crucis en el Coliseo romano, el Papa sorprendió el Viernes Santo con una desgarradora oración final, inusualmente larga, en la que pasó revista a distintas situaciones que actualizan la Pasión de Cristo. «Oh Cruz de Cristo, aún hoy te seguimos viendo alzada en nuestras hermanas y hermanos asesinados, quemados vivos, degollados y decapitados por las bárbaras espadas y el silencio infame», clamó el Pontífice. «Oh Cruz de Cristo, aún hoy te seguimos viendo en los rostros de los niños, de las mujeres y de las personas extenuadas y amedrentadas que huyen de las guerras» y «solo encuentran a tantos Pilatos que se lavan las manos» ante su suerte, o en las víctimas de abusos sexuales a manos de «ministros infieles». Pero la Cruz es también «imagen del amor sin límite y vía de la Resurrección», por lo que dan testimonio de ella «las personas buenas y justas que hacen el bien sin buscar el aplauso o la admiración de los demás», como «las religiosas y consagrados que lo dejan todo para vendar, en el silencio evangélico, las llagas de la pobreza y de la injusticia», o «las personas sencillas que viven con gozo su fe en las cosas ordinarias y en el fiel cumplimiento de los mandamientos». Mientras tenía lugar esta celebración, el limosnero del Papa, Konrad Krajewski, celebró un particular vía crucis repartiendo, en nombre de Francisco, sacos de dormir a personas sintecho por las calles de Roma.

Unas horas antes, el Papa celebró la Pasión del Señor en la basílica de San Pedro, que inició postrado en el suelo unos minutos en oración. El predicador de la Casa Pontificia, el capuchino Raniero Cantalamessa, hizo una referencia a los atentados en Bruselas, que «nos ayudan a entender la fuerza divina contenida en las últimas palabras de Cristo: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”».

Con los refugiados

Uno de los momentos más esperados de la Semana Santa del Papa fue su visita a un centro de refugiados a las afueras de Roma para celebrar la Misa de la Cena del Señor. Francisco lavó los pies de cuatro nigerianos, tres mujeres eritreas coptas, tres musulmanes de diferentes nacionalidades y un hindú. También a una de las trabajadoras sociales del centro. «Somos diversos, somos diferentes, tenemos diferentes culturas y religiones, pero somos hermanos y queremos vivir en paz», dijo el Papa, contraponiendo esta imagen de fraternidad a la violencia de los atentados terroristas de tres días antes.

La celebración del Triduo Pascual había comenzado por la mañana, con la Misa Crismal, en la que participaron varios cardenales, obispos y presbíteros. «Como sacerdotes, nosotros somos testigos y ministros de la Misericordia siempre más grande de nuestro Padre», dijo Francisco. «Tenemos la dulce y confortadora tarea de encarnarla, como hizo Jesús, que pasó haciendo el bien de mil maneras, para que llegue a todos», especialmente a las «multitudes incontables» oprimidas de «personas pobres, ignorantes, prisioneras».

R.B.

«No pude negar que había sido Dios, no puedo decir que fue una casualidad»

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Paula se bautiza esta Vigilia Pascual en Madrid

A Paula le pasó «algo muy fuerte» cuando tenía 11 años. No estaba bautizada, y solo conocía de Dios lo que había escuchado cuando iba a Misa de pequeña con su abuela –«no era muy religiosa, más bien me daba igual, me aburría un poco, de hecho», reconoce–. No cuenta los detalles de lo que le pasó, pero sí que «me puse a rezar mucho y Dios me ayudó. Vi que de verdad Dios estaba ahí y me había ayudado. No puedo dudar de que había sido Él, no puedo decir que fue una casualidad. Dios me ayudó por entero, y no puedo más que darle gracias», explica. Hoy, ya con 17 años, ha decidido dar el paso y ha pedido el Bautismo. El sábado por la noche se bautiza en la catedral de la Almudena, en Madrid, durante la Vigilia Pascual.

En estos últimos años fue aumentando poco a poco su deseo de acercarse a Dios, sobre todo debido a que se fue a vivir a Córdoba. Allí«pedí ir a un colegio religioso, buscando gente que compartiese mi fe y me ayudase a prosperar en ella». También se unió al grupo de catequesis SAFA, pero lo que cambió su vida fue conocer la Hermandad de la Misericordia: «Me enamoré de la Virgen de las Lágrimas, y “tuve” que unirme a esa Hermandad. La fe se palpa en el ambiente, hay mucho fervor, y eso me ha ayudado mucho». Tanto, que cada Miércoles Santo se une a la procesión con la imagen de la Virgen recorriendo la ciudad cordobesa.

De vuelta a Madrid, conoció al vicerrector de la iglesia del Espíritu Santo, que «me escuchaba, era muy cercano, me cuidó en mis crisis de fe», y eso le ayudó atomar la decisión de pedir el Bautismo. Este recorrido concluye –o más bien empieza– este sábado durante la Vigilia Pascual, cuando recibirá los tres sacramentos de la Iniciación cristiana junto a otros seis adultos.

Juan Luis Vázquez Díaz-Mayordomo

Domingo de Pascua de Resurrección: El primer día de la semana

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Con estas palabras comienza el pasaje del Evangelio que hoy tenemos ante nosotros. Esta referencia temporal, aparentemente sin demasiada importancia, tiene gran interés en la historia de la salvación. Hoy la referencia al tiempo no aparece exclusivamente en el Evangelio. Toda la celebración litúrgica se centra en la importancia del día. «Oh Dios, que en este día, vencida la muerte, nos has abierto las puertas de la eternidad», escuchamos en la oración inicial de la Misa. Igualmente, en la plegaria eucarística, la oración central de la celebración de la Misa, leemos «en este día glorioso». En cuanto a los textos bíblicos, el salmo responsorial canta: «este es el día que hizo el Señor». ¿De qué día se trata? La respuesta es obvia, pero sus consecuencias merecen ser explicadas.

El primer día de la semana es el domingo, que en nuestro entorno lingüístico toma su nombre de dominica, que, a su vez, procede de dominus, que significa Señor. Por lo tanto, domingo significa etimológicamente día del Señor. Y este es el día en el que el Señor resucitó. Históricamente se reconocía a los cristianos desde la época apostólica por el hecho de reunirse en el día del sol –que era como llamaban los romanos al primer día de la semana– para celebrar la Eucaristía. Más adelante se subrayó un domingo al año, el día de Pascua, como el domingo principal, a partir del cual surgiría la Cuaresma como tiempo preparatorio y el tiempo pascual como prolongación. Pero este «día», este «hoy», se refiere también a cada vez que nosotros celebramos la Pascua del Señor. A través de la celebración eucarística se hace presente de nuevo la victoria de Cristo sobre la muerte.

El día primero es también cuando Dios comenzó su obra creadora. Así lo leemos en la primera lectura de la Vigilia Pascual. De esta manera, la liturgia recoge la vinculación que desde antiguo la Tradición de la Iglesia ha visto entre la primera creación y la nueva creación.

El sepulcro vacío

El pasaje de este domingo sitúa la escena en torno al sepulcro donde había sido depositado el Señor al amanecer del domingo. El fragmento busca destacar el carácter sorpresivo de lo que ha ocurrido. No comprenden lo sucedido. Así lo expresan las palabras de María Magdalena, cuando dice: «se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto». Es interesante detenernos en los movimientos de Juan. El discípulo a quien Jesús amaba llega antes a la tumba y, probablemente por respeto a Pedro, no pasa en primer lugar. Sin embargo, cuando entra, dice el Evangelio que «vio y creyó». Con ello el evangelista constata que la fe procede de la realidad. Si ha creído es porque ha percibido algo. Ha visto el signo del sepulcro vacío, así como los lienzos y el sudario con el que Jesús había sido cubierto. Juan comprende que el cuerpo de Jesús no ha sido robado, sino que Jesús vive, que no está ya muerto. En un instante ha entendido el acontecimiento fundamental de la historia.

Domingo de Pascua de Resurrección: El primer día de la semana

La Resurrección del Señor tiene consecuencias para la condición humana. La novedad absoluta de lo que ha ocurrido marca la renovación de la vida del hombre. Hoy es derrotada la muerte, causada por el pecado. El triunfo pascual que san Juan describe va mucho más allá de un sepulcro vacío, de unos lienzos y de un sudario. Significa que ahora ya nuestra propia vida adquiere un nuevo sentido. Durante el tiempo pascual comprenderemos que, por el Bautismo, nuestra suerte ha quedado unida a la de Jesucristo. Asimismo, la novedad de este acontecimiento ha de reflejarse en nuestras obras, huyendo de la «levadura de corrupción y de maldad», de la que nos habla san Pablo en la carta a los Corintios (Cf. 1Co 5, 8).

Daniel A. Escobar Portillo
Delegado episcopal de Liturgia adjunto de Madrid


Cristo resucitado, tapiz en el santuario de la Virgen del Toro, Menorca. Foto: María Pazos Carretero

Evangelio

El primer día de la semana, María la Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro. Echó a correr y fue donde estaba Simón Pedro y el otro discípulo, a quien Jesús amaba, y les dijo: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto». Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; e, inclinándose, vio los lienzos tendidos; pero no entró. Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio los lienzos tendidos y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no con los lienzos, sino enrollado en un sitio aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó. Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos.

Juan 20, 1-9

Carta del cardenal arzobispo de Madrid: ¡Resucitó!

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Aquellos que entraron y vieron el sepulcro tuvieron un antes y un después en su vida. La medicina más necesaria para todos, y también para el derroche misionero de la Iglesia en medio de los hombres, es entregar la noticia de que Cristo ha resucitado

¡Cuántas veces he dado vueltas a esa página del Evangelio en la que Jesús se aparece a María Magdalena! Comprobar que Cristo había resucitado, la experiencia del sepulcro vacío, tiene tal fuerza, tal hondura, que no es fácil explicarlo con palabras. Lo que sí se puede decir es que, aquellos que entraron y vieron el sepulcro, tuvieron un antes y un después en su vida. Eran diferentes; la ternura de Dios, la revolución de la ternura de Dios se había manifestado y ellos habían tenido experiencia de la misma. Hubo un antes y un después en sus vidas con el triunfo de Cristo, con su Resurrección. Pasaron de la muerte a la vida, del fracaso al triunfo, de la mentira a la verdad. La medicina más necesaria para todos, y también para el derroche misionero de la Iglesia en medio de los hombres, es entregar la noticia de que Cristo ha resucitado. Esto es lo que el Papa Francisco no se cansa de decirnos. Lo hace con estas palabras tan suyas como propuesta a toda la Iglesia: «La alegría de evangelizar». Hay que llevar a los hombres la alegría de la Resurrección. San Agustín decía que «la fe de los cristianos es la resurrección de Cristo». «Y Dios dio a todos los hombres una prueba segura sobre Jesús al resucitarlo de entre los muertos» (Hch 17, 31).

¿Cómo sucedió aquella mañana? La explicación es sencilla, pero tiene tal actualidad para los hombres y mujeres de este tiempo que es necesario acercarse a lo que allí ocurrió. Desde el momento de la Resurrección de Cristo, el primer día de la semana es el domingo. Por eso sitúa a María Magdalena diciendo que era un domingo, el primer día de la semana, cuando ella se dirige al sepulcro. Es María Magdalena, a la que el Señor había mostrado tanta misericordia, compasión y perdón. Era en el amanecer, aun estaba oscuro, cuando fue al sepulcro y observó que la losa que lo tapaba estaba corrida. El sepulcro estaba abierto. Se imaginó lo peor: que alguien hubiese entrado para ensuciar la memoria de Cristo. Por eso, al verlo, se asustó y marchó corriendo a dar la noticia a Pedro y a Juan de que se habían llevado al Señor. ¡Qué tragedia! Sin embargo, era todo lo contrario: era la invasión de la alegría por un Dios que se hizo hombre para regalarnos la dulce y confortadora alegría de su triunfo en Cristo.

El debilitamiento de nuestra fe en la Resurrección de Jesús nos debilita y no nos hace ser testigos de lo más grande que ha sucedido para el ser humano: su triunfo verdadero, que no está en los descubrimientos maravillosos que hace y hará, sino en el triunfo de Cristo que es el nuestro; «hemos resucitado con Cristo». María Magdalena pensaba que allí había sucedido lo que solemos hacer los hombres, una actuación de gestos sin afectos, de gestos rígidos, hacia quien murió perdonando, y entre cuyas últimas palabras estaban: «Perdónalos porque no saben lo que hacen», «hoy estarás conmigo en el paraíso», o «a tus manos encomiendo mi espíritu». María Magdalena pensó como los hombres, por eso rápidamente fue a avisar a Pedro y a Juan. Pero algo diferente había sucedido allí. Pedro y Juan fueron a comprobar lo que había pasado. Por juventud llegó antes Juan y vio desde fuera los lienzos tendidos, pero esperó la llegada de Pedro, pues era el que había puesto el Señor al frente de todos. Este fue el primero que entró y comprobó algo inaudito: los lienzos estaban tendidos y el sudario con el que se le había envuelto la cabeza estaba enrollado en un sitio aparte. Vieron y creyeron y recordaron lo que había dicho el Señor: «que Él había de resucitar de entre los muertos». Esto es lo que dio, a los apóstoles y a los primeros discípulos de Jesús, valentía, audacia profética y perseverancia hasta dar la vida para afirmar que Cristo es el que la da y la tiene y la alcanzó para los hombres.

El sueño que el Papa Francisco nos muestra en la exhortación Evangelii gaudium nace de creer en Jesús, que nos dice: «Yo soy la Resurrección y la Vida». Pero es verdad que para hacer realidad este sueño, hay que beber de la fuente de la vida que supone entrar en comunión con el amor infinito en el encuentro con Cristo, como les pasó a María Magdalena, Pedro y Juan. En Cristo Resucitado pudieron experimentar lo mismo que el Papa Francisco nos señala: «Sueño con una opción misionera capaz de transformarlo todo, para que las costumbres, los estilos, los horarios, el lenguaje y toda estructura eclesial se convierta en cauce adecuado para la evangelización del mundo actual más que para la autopreservación» (EG 27). El anuncio se tiene que concentrar en lo esencial que es lo más bello, lo más grande y lo más atractivo, lo más necesario: que Cristo ha resucitado. «¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!» (Lc 24, 34).

La revolución de la ternura

En esta Pascua, miremos a cinco personajes que nos invitan a ser testigos de la Resurrección, que en definitiva es mostrar la revolución de la ternura y de la misericordia de un Dios con un inmenso amor para el ser humano:

1. Santa Teresa de Lisieux (1873-1897). Viviendo junto al Resucitado como «florecilla deshojada, el grano de arena […] el juguete y la pelotita de Jesús», es donde encuentra el auténtico sentido de su vocación: el Amor, capaz de aunar y colmar todos sus deseos, antes torturadores por contradictorios e imposibles.

2. El beato Carlos de Foucauld (1858-1916). Con una experiencia fuerte de la Resurrección, del triunfo de Cristo y, por ello, del hombre, se olvidó de sí mismo y pudo escribir lo que vivía desde una comunión viva con Cristo: «Padre mío, me abandono a Ti. / Haz de mí lo que quieras. / Lo que hagas de mí te lo agradezco, / estoy dispuesto a todo, / lo acepto todo. / Con tal que Tu voluntad se haga en mí / y en todas las criaturas, / no deseo nada más, Dios mío. / Pongo mi vida en tus manos. / Te la doy, Dios mío, / con todo el amor de mi corazón, / porque te amo, / y porque para mí amarte es darme, / entregarme en Tus manos sin medida, / con infinita confianza, / porque Tú eres mi Padre».

3. San Juan XXIII (1881-1963) habla de un director espiritual que nunca olvidará y habla de Dios, que se revela y muestra en Jesucristo muerto y resucitado: «Me dio un lema de vida como conclusión de nuestro primer encuentro. Me lo repito muchas veces, sereno, pero con insistencia. Dios es todo, yo no soy nada. Esto fue como una piedra de toque, se abrió para mí un horizonte insospechado, lleno de misterio y fascinación espiritual».

4. Santa Teresa Benedicta de la Cruz, Edith Stein (1891-1942). La cuestión de la Resurrección tiene una importancia capital en ella: «Cuando tratamos del ser personal del hombre, rozamos de muchas maneras otro problema que ya hemos encontrado en otros contextos y que debemos aclarar ahora si queremos entender la esencia del hombre, su lugar en el orden del mundo creado y su relación con el ser divino […]» (Ser finito y ser eterno). ¡Qué bien lo explica con su vida acogiendo a quien es la Resurrección y la Vida!

5. San Pedro Poveda (1874-1936) incide en que creer en la Resurrección nos lleva a confesar la fe que se profesa y a manifestar la coherencia de la propia vida con esa misma fe hasta derramar la sangre. Esto hace él: «Creí por eso hablé. Es decir, mi creencia, mi fe no es vacilante, es firme, inquebrantable, y por eso hablo» y asumo todas las consecuencias.

Con gran afecto, os bendice,

+Carlos Card. Osoro Sierra, arzobispo de Madrid

El Papa pide anunciar que Jesús está vivo en «todos esos lugares donde parece que el sepulcro ha tenido la última palabra»

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«Si no somos capaces de dejar que el Espíritu nos conduzca por este camino, entonces no somos cristianos», advierte el Papa durante la Vigilia Pascual en la basílica de San Pedro, en la que bautizó a 11 catecúmenos, uno procedente de España

«Cristo Vive», anunció el Papa durante la Vigilia Pascual, la celebración más importante del año. «El latir del Resucitado» es «lo que esta noche nos invita a anunciar», dijo Francisco, que centró su homilía en las mujeres que se encontraron con el sepulcro vacío.

«A diferencia de los discípulos», María Magdalena y la otra María «están ahí (como también acompañaron el último respiro de su Maestro en la cruz y luego a José de Arimatea a darle sepultura); dos mujeres capaces de no evadirse, capaces de aguantar, de asumir la vida como se presenta y de resistir el sabor amargo de las injusticias. Y allí están, frente al sepulcro, entre el dolor y la incapacidad de resignarse, de aceptar que todo siempre tenga que terminar igual».

«Y eso cambió el paso de María Magdalena y la otra María, eso es lo que las hace alejarse rápidamente y correr a dar la noticia. Eso es lo que las hace volver sobre sus pasos y sobre sus miradas».

Esa es la actitud que pide el Papa a todos los bautizados. «Vayamos con ellas a anunciar la noticia, vayamos… a todos esos lugares donde parece que el sepulcro ha tenido la última palabra, y donde parece que la muerte ha sido la única solución. Vayamos a anunciar, a compartir, a descubrir que es cierto: el Señor está Vivo. Vivo y queriendo resucitar en tantos rostros que han sepultado la esperanza, que han sepultado los sueños, que han sepultado la dignidad. Y si no somos capaces de dejar que el Espíritu nos conduzca por este camino, entonces no somos cristianos».

Durante la Vigilia Pascual, como es tradicional, el Papa bautizó a 11 personas de distintas edades y nacionalidades, dos albaneses, tres italianos, un estadounidense y otros catecúmenos de China, Malasia, República Checa y también de España.

Ricardo Benjumea

 

Texto completo de la homilía del Papa

«En la madrugada del sábado, al alborear el primer día de la semana, fueron María la Magdalena y la otra María a ver el sepulcro» (Mt 28,1). Podemos imaginar esos pasos…, el típico paso de quien va al cementerio, paso cansado de confusión, paso debilitado de quien no se convence de que todo haya terminado de esa forma… Podemos imaginar sus rostros pálidos… bañados por las lágrimas y la pregunta, ¿cómo puede ser que el Amor esté muerto?

A diferencia de los discípulos, ellas están ahí —como también acompañaron el último respiro de su Maestro en la cruz y luego a José de Arimatea a darle sepultura—; dos mujeres capaces de no evadirse, capaces de aguantar, de asumir la vida como se presenta y de resistir el sabor amargo de las injusticias. Y allí están, frente al sepulcro, entre el dolor y la incapacidad de resignarse, de aceptar que todo siempre tenga que terminar igual.

Y si hacemos un esfuerzo con nuestra imaginación, en el rostro de estas mujeres podemos encontrar los rostros de tantas madres y abuelas, el rostro de niños y jóvenes que resisten el peso y el dolor de tanta injusticia inhumana. Vemos reflejados en ellas el rostro de todos aquellos que caminando por la ciudad sienten el dolor de la miseria, el dolor por la explotación y la trata. En ellas también vemos el rostro de aquellos que sufren el desprecio por ser inmigrantes, huérfanos de tierra, de casa, de familia; el rostro de aquellos que su mirada revela soledad y abandono por tener las manos demasiado arrugadas. Ellas son el rostro de mujeres, madres que lloran por ver cómo la vida de sus hijos queda sepultada bajo el peso de la corrupción, que quita derechos y rompe tantos anhelos, bajo el egoísmo cotidiano que crucifica y sepulta la esperanza de muchos, bajo la burocracia paralizante y estéril que no permite que las cosas cambien. Ellas, en su dolor, son el rostro de todos aquellos que, caminando por la ciudad, ven crucificada la dignidad.

En el rostro de estas mujeres, están muchos rostros, quizás encontramos tu rostro y el mío. Como ellas, podemos sentir el impulso a caminar, a no conformarnos con que las cosas tengan que terminar así. Es verdad, llevamos dentro una promesa y la certeza de la fidelidad de Dios. Pero también nuestros rostros hablan de heridas, hablan de tantas infidelidades, personales y ajenas, hablan de nuestros intentos y luchas fallidas. Nuestro corazón sabe que las cosas pueden ser diferentes pero, casi sin darnos cuenta, podemos acostumbrarnos a convivir con el sepulcro, a convivir con la frustración. Más aún, podemos llegar a convencernos de que esa es la ley de la vida, anestesiándonos con desahogos que lo único que logran es apagar la esperanza que Dios puso en nuestras manos. Así son, tantas veces, nuestros pasos, así es nuestro andar, como el de estas mujeres, un andar entre el anhelo de Dios y una triste resignación. No sólo muere el Maestro, con él muere nuestra esperanza.

«De pronto tembló fuertemente la tierra» (Mt 28,2). De pronto, estas mujeres recibieron una sacudida, algo y alguien les movió el suelo. Alguien, una vez más salió, a su encuentro a decirles: «No teman», pero esta vez añadiendo: «Ha resucitado como lo había dicho» (Mt 28,6). Y tal es el anuncio que generación tras generación esta noche santa nos regala: No temamos hermanos, ha resucitado como lo había dicho. «La vida arrancada, destruida, aniquilada en la cruz ha despertado y vuelve a latir de nuevo» (cfr R. GUARDINI, El Señor). El latir del Resucitado se nos ofrece como don, como regalo, como horizonte. El latir del Resucitado es lo que se nos ha regalado, y se nos quiere seguir regalando como fuerza transformadora, como fermento de nueva humanidad. Con la Resurrección, Cristo no ha movido solamente la piedra del sepulcro, sino que quiere también hacer saltar todas las barreras que nos encierran en nuestros estériles pesimismos, en nuestros calculados mundos conceptuales que nos alejan de la vida, en nuestras obsesionadas búsquedas de seguridad y en desmedidas ambiciones capaces de jugar con la dignidad ajena.

Cuando el Sumo Sacerdote y los líderes religiosos en complicidad con los romanos habían creído que podían calcularlo todo, cuando habían creído que la última palabra estaba dicha y que les correspondía a ellos establecerla, Dios irrumpe para trastocar todos los criterios y ofrecer así una nueva posibilidad. Dios, una vez más, sale a nuestro encuentro para establecer y consolidar un nuevo tiempo, el tiempo de la misericordia. Esta es la promesa reservada desde siempre, esta es la sorpresa de Dios para su pueblo fiel: alégrate porque tu vida esconde un germen de resurrección, una oferta de vida esperando despertar.

Y eso es lo que esta noche nos invita a anunciar: el latir del Resucitado, Cristo Vive. Y eso cambió el paso de María Magdalena y la otra María, eso es lo que las hace alejarse rápidamente y correr a dar la noticia (cf. Mt 28,8). Eso es lo que las hace volver sobre sus pasos y sobre sus miradas. Vuelven a la ciudad a encontrarse con los otros.

Así como ingresamos con ellas al sepulcro, los invito a que vayamos con ellas, que volvamos a la ciudad, que volvamos sobre nuestros pasos, sobre nuestras miradas. Vayamos con ellas a anunciar la noticia, vayamos… a todos esos lugares donde parece que el sepulcro ha tenido la última palabra, y donde parece que la muerte ha sido la única solución. Vayamos a anunciar, a compartir, a descubrir que es cierto: el Señor está Vivo. Vivo y queriendo resucitar en tantos rostros que han sepultado la esperanza, que han sepultado los sueños, que han sepultado la dignidad. Y si no somos capaces de dejar que el Espíritu nos conduzca por este camino, entonces no somos cristianos.

Vayamos y dejémonos sorprender por este amanecer diferente, dejémonos sorprender por la novedad que sólo Cristo puede dar. Dejemos que su ternura y amor nos muevan el suelo, dejemos que su latir transforme nuestro débil palpitar.

Mensaje de Pascua del Papa Francisco

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«El Pastor Resucitado va a buscar a quien está perdido en los laberintos de la soledad y de la marginación; va a su encuentro mediante hermanos y hermanas que saben acercarse a esas personas con respeto y ternura y les hacer sentir su voz»

Queridos hermanos y hermanas, Feliz Pascua.

Hoy, en todo el mundo, la Iglesia renueva el anuncio lleno de asombro de los primeros discípulos: Jesús ha resucitado — Era verdad, ha resucitado el Señor, como había dicho (cf. Lc 24,34; Mt 28,5-6).

La antigua fiesta de Pascua, memorial de la liberación de la esclavitud del pueblo hebreo, alcanza aquí su cumplimiento: con la resurrección, Jesucristo nos ha liberado de la esclavitud del pecado y de la muerte y nos ha abierto el camino a la vida eterna.

Todos nosotros, cuando nos dejamos dominar por el pecado, perdemos el buen camino y vamos errantes como ovejas perdidas. Pero Dios mismo, nuestro Pastor, ha venido a buscarnos, y para salvarnos se ha abajado hasta la humillación de la cruz. Y hoy podemos proclamar: «Ha resucitado el Buen Pastor que dio la vida por sus ovejas y se dignó morir por su grey. Aleluya» (Misal Romano, IV Dom. de Pascua, Ant. de la Comunión).

En toda época de la historia, el Pastor Resucitado no se cansa de buscarnos a nosotros, sus hermanos perdidos en los desiertos del mundo. Y con los signos de la Pasión —las heridas de su amor misericordioso— nos atrae hacia su camino, el camino de la vida. También hoy, él toma sobre sus hombros a tantos hermanos nuestros oprimidos por tantas clases de mal.

El Pastor Resucitado va a buscar a quien está perdido en los laberintos de la soledad y de la marginación; va a su encuentro mediante hermanos y hermanas que saben acercarse a esas personas con respeto y ternura y les hacer sentir su voz, una voz que no se olvida, que los convoca de nuevo a la amistad con Dios.

Se hace cargo de cuantos son víctimas de antiguas y nuevas esclavitudes: trabajos inhumanos, tráficos ilícitos, explotación y discriminación, graves dependencias. Se hace cargo de los niños y de los adolescentes que son privados de su serenidad para ser explotados, y de quien tiene el corazón herido por las violencias que padece dentro de los muros de su propia casa.

El Pastor Resucitado se hace compañero de camino de quienes se ven obligados a dejar la propia tierra a causa de los conflictos armados, de los ataques terroristas, de las carestías, de los regímenes opresivos. A estos emigrantes forzosos, les ayuda a que encuentren en todas partes hermanos, que compartan con ellos el pan y la esperanza en el camino común.

Que en los momentos más complejos y dramáticos de los pueblos, el Señor Resucitado guíe los pasos de quien busca la justicia y la paz; y done a los representantes de las Naciones el valor de evitar que se propaguen los conflictos y de acabar con el tráfico de las armas.

Que en estos tiempos el Señor sostenga en modo particular los esfuerzos de cuantos trabajan activamente para llevar alivio y consuelo a la población civil de Siria, víctima de una guerra que no cesa de sembrar horror y muerte. Que conceda la paz a todo el Oriente Medio, especialmente a Tierra Santa, como también a Irak y a Yemen.

Que los pueblos de Sudán del Sur, de Somalia y de la República Democrática del Congo, que padecen conflictos sin fin, agravados por la terrible carestía que está castigando algunas regiones de África, sientan siempre la cercanía del Buen Pastor.

Que Jesús Resucitado sostenga los esfuerzos de quienes, especialmente en América Latina, se comprometen en favor del bien común de las sociedades, tantas veces marcadas por tensiones políticas y sociales, que en algunos casos son sofocadas con la violencia. Que se construyan puentes de diálogo, perseverando en la lucha contra la plaga de la corrupción y en la búsqueda de válidas soluciones pacíficas ante las controversias, para el progreso y la consolidación de las instituciones democráticas, en el pleno respeto del estado de derecho.

Que el Buen Pastor ayude a ucraniana, todavía afligida por un sangriento conflicto, para que vuelva a encontrar la concordia y acompañe las iniciativas promovidas para aliviar los dramas de quienes sufren las consecuencias.

Que el Señor Resucitado, que no cesa de bendecir al continente europeo, dé esperanza a cuantos atraviesan momentos de dificultad, especialmente a causa de la gran falta de trabajo sobre todo para los jóvenes.

Queridos hermanos y hermanas, este año los cristianos de todas las confesiones celebramos juntos la Pascua. Resuena así a una sola voz en toda la tierra el anuncio más hermoso: «Era verdad, ha resucitado el Señor». Él, que ha vencido las tinieblas del pecado y de la muerte, dé paz a nuestros días. Feliz Pascua.

Ricardo Benjumea


La sangre de los mártires y la ironía cristiana de construir la ciudad

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La liturgia de la Semana Santa, que acabamos de celebrar, nos ha puesto delante de los ojos el hecho imponente de que la salvación del mundo no acontece mediante la victoria de una justicia o de un poder humano, sino mediante el sufrimiento del Justo, mediante la muerte y resurrección de Jesús. Para los apóstoles, que no andaban sobrados de filosofía, se trataba de algo a la vez sencillo y tremendo, que tuvo que cambiar radicalmente su modo de pensar. Ellos esperaban que el verdadero Reino de Israel fuese restablecido por la fuerza (evidentemente buena y justa) de un Mesías que habría tenido que abatir a sus enemigos en el campo de batalla, y se encontraron con la paradoja de que el Mesías era ejecutado en el infamante palo de la cruz. Así había de ser, como les había advertido el Maestro, y al verle resucitado, en medio de un estupor inenarrable, evidentemente recordaron aquella advertencia, lo cual no quita nada al hecho de que su mentalidad hubo de darse la vuelta como un calcetín.

La historia cristiana que arranca del acontecimiento de la Resurrección ha necesitado volver una y otra vez a este punto central, ciertamente paradójico: es la muerte y resurrección de Cristo la que realiza la única liberación radical, la única salvación personal e histórica verdaderamente sustancial, y ningún esfuerzo por establecer la justicia puede sustituir a ese hecho. Ahora bien, para los cristianos hubo de plantearse inmediatamente cómo moldeaba esta verdad central su forma de estar en el mundo, cómo habían de entender su relación con los diversos poderes de la época y con los ordenamientos de una ciudad de la que nunca quisieron segregarse (como bien revela la famosa Carta a Diogneto) y de la que siempre se han sentido protagonistas en la medida de sus posibilidades.

Dejando a un lado exageraciones unilaterales que siempre fueron adecuadamente corregidas y purificadas, la línea maestra del magisterio y del sentir eclesial fue siempre la de reconocer la autoridad civil constituida y colaborar con ella en cuanto fuera posible. Evidentemente no por instinto de sumisión, sino porque entendía que esa autoridad ocupaba un lugar en el designio de Dios para el hombre. Para los cristianos dicha autoridad nunca fue portadora del sentido de la vida, del bien y de la verdad, y por tanto no se le reconocía un valor sagrado, pero sí un valor relevante para el orden y la convivencia, como formularía de modo transparente San Agustín.

Bajo la guía de los grandes Padres y Maestros de la Iglesia antigua, con la experiencia viva de la fe encarnada en circunstancias históricas cambiantes, fue creciendo la conciencia eclesial de cómo habían de afrontar los cristianos todo tipo de vicisitudes: desde el asedio de los bárbaros a las leyes de la familia, la ayuda a los pobres, o la protección de las caravanas frente a los bandidos. Esto sucedió de un modo dinámico, nunca cerrado o completo; podríamos decir que se trataba de aproximaciones llenas de realismo y marcadas por una especie de ironía. Las leyes, las formas sociales o los ejércitos eran necesarios para la peregrinación terrena y debían ser continuamente plasmados y purificados por la experiencia de la fe, pero no eran una respuesta definitiva ni exhaustiva al problema del mal, de la inseguridad o de la infidelidad de los hombres. Sobre eso, el cristiano no se hacía ilusiones.

De hecho la centralidad de los mártires en la vida de las primeras comunidades cristianas recordaba siempre que sólo Cristo, que pasó por la muerte en cruz, es salvador del hombre y del mundo. La raíz del mal, tanto si anida en el corazón como si permea las entrañas de la convivencia social, es demasiado profunda como para ser vencida definitivamente con nuestro coraje y empeño, por otra parte siempre necesarios para intentar limitar sus consecuencias.

También hoy, ante la prepotencia del mal manifestado de tantas formas, los cristianos se sienten llamados a sumar brazos, inteligencia y corazón para establecer formas más adecuadas para la convivencia, para proteger a los inocentes y defender una ciudad más digna del hombre. Deben hacerlo apasionadamente y con toda la riqueza de sugerencias que fluye de la tradición cristiana, pero con la conciencia última de que sus intentos son siempre insuficientes y provisionales, porque sólo la potencia del Resucitado puede curar la enfermedad profunda que recorre la historia. Ambas dimensiones quedan ilustradas, por ejemplo, en la dramática circunstancia que viven ahora mismo las comunidades cristianas en Medio Oriente.

Joseph Ratzinger ha afrontado esta cuestión ampliamente y con profundo equilibrio. En su libro Fe, verdad, tolerancia, explica que los ordenamientos que podemos alcanzar son necesariamente relativos, y sólo en ese sentido pueden considerarse justos. Nuestra tarea en la construcción de la ciudad consiste en conservar el bien que ya se haya conseguido en cada momento, y en defendernos contra la irrupción de los poderes de la destrucción, que siempre vuelven. Al mismo tiempo, en sus catequesis del Año de la Fe, ya como Papa Benedicto XVI, subrayaba que «es la sangre de los mártires, el grito de la Madre Iglesia lo que hace caer a los falsos dioses» y permite así la transformación radical del mundo.

José Luis Restán/PáginasDigital.es

Una esperanza en medio de la tragedia humana

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La confesión sorprendió a todos. «Ayer llamé por teléfono a un joven con una enfermedad grave para darle un signo de fe». Pero el Papa, que buscaba consolar, terminó conmovido por una simple constatación del enfermo: «A mí no me preguntaron si quería asumir esto». Ese episodio resumió todo el mensaje de Francisco en esta Pascua. Ante la tragedia del mundo, ante la violencia y la sinrazón, la Iglesia anuncia un mensaje sencillo pero poderoso a la vez: Jesús ha resucitado. Por ello existe un horizonte, existe esperanza

El Pontífice dijo palabras improvisadas el Domingo de Resurrección ante miles de personas congregadas en la plaza de San Pedro. No estaba previsto que predicase. Ya tenía preparada su bendición urbi et orbi, que pronunciaría después de la Misa. Pero algo lo impulsó a hablar y contó la anécdota de aquella llamada del Sábado Santo que lo conmovió. «Llamé para dar un signo de fe a un joven culto, un ingeniero. Le dije: “No existen explicaciones para lo que te sucede; mira a Jesús en la cruz, Dios hizo esto con su Hijo. No existe otra explicación”. Él me respondió: “Sí, pero preguntó a su Hijo, y su Hijo dijo sí. A mí no me preguntaron si quería asumir esto”. Esto nos conmueve. A ninguno de nosotros nos preguntan: ¿Estás contento con lo que ocurre en el mundo? ¿Estás dispuesto a llevar esta cruz? Pero la cruz sigue adelante. Y la fe en Jesús cae», constató.

Es el misterio del mal en el mundo. El mal que toca muy de cerca. Si Cristo ha resucitado, ¿cómo pueden suceder tantas desgracias, enfermedades, tráfico de personas, guerras, destrucciones, mutilaciones y odio?, cuestionó Francisco. Y él mismo respondió, advirtiendo que la resurrección «no es una fantasía», sino la historia de la piedra descartada que se convirtió en el fundamento de toda la existencia humana. Es la ambivalencia de la cruz: la muerte que da sentido a la vida.

Esa dualidad, muerte y esperanza, pareció marcar los oficios de Semana Santa presididos por el Papa. El mal y el bien se fundieron en la Misa in coena domini que celebró la tarde del Jueves Santo en la cárcel de Paliano, a las afueras de Roma. Allí, saludó, uno por uno, a cerca de 70 detenidos, dos de ellos en régimen de aislamiento y otros diez que padecen tuberculosis. La mayoría de ellos son «colaboradores de la justicia», es decir arrepentidos con beneficios judiciales. Muchos de ellos son exmafiosos.

Volvió a lavar los pies a mujeres

El Papa Francisco mantuvo la tradición que él mismo inauguró en 2013: lavó los pies también a las mujeres. En este caso fueron nueve hombres y tres mujeres. Durante la homilía aseguró que Cristo lavó los pies de sus discípulos para demostrar que él era Dios y estaba dispuesto a amar hasta el final.

«Hoy, cuando llegué, había mucha gente que saludaba. “Eh, que viene el Papa, el jefe de la Iglesia…”. Pero cuidado, el Jefe de la Iglesia es Jesús. Aunque el Papa es la imagen de Jesús y yo quisiera hacer lo mismo que Él hizo», aclaró. Las imágenes de Francisco con los encarcelados conmovieron. Este hombre de 80 años no tuvo problemas para arrodillarse, lavar, secar, besar y sonreír.

El mismo jueves el Papa tuvo tiempo de almorzar con diez sacerdotes de Roma en el apartamento del sustituto de la Secretaría de Estado del Vaticano, Giovanni Angelo Becciu. Después pasó a saludar al Papa emérito, Benedicto XVI, al convento Mater Ecclesiae, en el que reside. Le felicitó por partida doble: por la Pascua y por su 90 cumpleaños.

Esperanza y vergüenza

El Viernes Santo lo vivió con intensidad. Por la tarde, la adoración a la santa cruz comenzó con Francisco postrado en el suelo en gesto de humildad. Lo hizo de cuerpo entero, revestido de rojo. No tomó la palabra, tan solo escuchó al predicador de la Casa Pontificia, Raniero Cantalamessa. El sacerdote capuchino citó al Cristo de San Juan de la Cruz, obra del pintor surrealista Salvador Dalí, para explicar el impacto de la crucifixión también en la actualidad, en una «sociedad líquida», en el tiempo de la «nube atómica». «Hay esperanza, porque encima de ella está la cruz», apuntó.

Esperanza y vergüenza fueron las palabras clave del vía crucis en el Coliseo romano. Una ceremonia blindada por la Policía y el Ejército, como todas las que celebró el Pontífice en estos días santos. Con un fondo de sutil temor al terrorismo. Fue un vía crucis con toque femenino. La biblista francesa Anne-Marie Pelletier, encargada de redactar las meditaciones, introdujo nuevas estaciones en el texto del camino al Calvario. Así, aparecieron pasajes como Jesús es negado por Pedro, Jesús y las hijas de Jerusalén y Jesús en el sepulcro y las mujeres.

Al final, el Papa clamó vergüenza por la sangre derramada cada día de mujeres, niños, inmigrantes y personas perseguidas por el color de su piel, por su pertenencia étnica y social, por su fe en Cristo. Vergüenza por las imágenes de devastación, de destrucción y de naufragio. Por los hombres y mujeres «quebrados por la guerra».

«Vergüenza por todas las veces que nosotros, obispos, sacerdotes, consagrados y consagradas escandalizamos y herimos tu cuerpo, la Iglesia […]. Vergüenza por nuestro silencio ante las injusticias, por nuestras manos perezosas al dar y ávidas de arrancar y conquistar. Por nuestra voz chillona al defender nuestros intereses y tímida al hablar de los intereses de otros. Por nuestros pies veloces en el camino del mal y paralizados en el del bien», precisó.

Pero también empujó a la esperanza. La esperanza de la cruz, capaz de transformar los corazones endurecidos y convertirlos en corazones de carne que sueñen, perdonen y amen. «Transforma esta noche tenebrosa de tu cruz en alba refulgente de tu resurrección», pidió.

Mujeres que sostienen el peso de la injusticia

El Papa, en una imagen del Jueves Santo en la prisión de Paliano, a las afueras de Roma. Foto: CNS

Una noche tenebrosa que dio paso a la vigilia pascual, a la bendición del fuego nuevo en el atrio de la basílica de San Pedro y al cirio que iluminó el templo a oscuras. Durante la celebración, el Papa bautizó, confirmó y dio la comunión a once catecúmenos, seis varones y cinco mujeres, entre ellos la española Alejandra Cacheiro Bofarull, de 19 años.

El Papa centró su reflexión en las mujeres que fueron al sepulcro y lo encontraron vacío. Mujeres abrumadas por la muerte de Jesús, pero que aguantaron y resistieron al sabor amargo de la injusticia como tantas madres de la actualidad, abuelas, niñas y jóvenes que resisten el peso y el dolor de la injusticia inhumana. «En ellas también vemos el rostro de aquellos que sufren el desprecio por ser inmigrantes, huérfanos de tierra, de casa, de familia; […] el rostro de tantas madres que lloran por ver cómo la vida de sus hijos queda sepultada bajo el peso de la corrupción, que quita derechos y rompe anhelos bajo el egoísmo cotidiano que crucifica y sepulta la esperanza de muchos, bajo la burocracia paralizante y estéril que no permite que las cosas cambien», agregó.

Bendición urbi et orbi

Pero la resurrección trae esperanza, aclaró Francisco. Esperanza concreta para los lugares martirizados de la tierra y para las situaciones que atormentan al ser humano. De ellas pasó revista, en su bendición urbi et orbi del Domingo de Resurrección.

Asomado al balcón central de la basílica de San Pedro, instó a llevar alivio a Siria, «martirizada por la guerra y el horror». Apremió a buscar la paz en Ucrania, Sudán del Sur, Somalia y la República Democrática del Congo. Imploró por las víctimas de los trabajos inhumanos, del tráfico de personas, de la explotación y discriminación, de las graves dependencias y de quien tiene el corazón herido por las violencias que padece dentro de los muros de su propia casa.

Lamentó las tensiones políticas y sociales en América Latina que, en algunos casos, han sido sofocadas con la violencia. Y solicitó que «se construyan puentes de diálogo, perseverando en la lucha contra la plaga de la corrupción y en la búsqueda de soluciones pacíficas válidas ante las controversias, para el progreso y la consolidación de las instituciones democráticas, en el pleno respeto del estado de derecho».

Y concluyó: «Este año los cristianos de todas las confesiones celebramos juntos la Pascua. Resuena así a una sola voz en toda la tierra el anuncio más hermoso. Es verdad, ha resucitado el Señor. Él, que ha vencido las tinieblas del pecado y de la muerte, de paz a nuestros días. Feliz Pascua».

Andrés Beltramo Álvarez
Ciudad del Vaticano

 

Así se vivió el Triduo Pascual en la catedral de la Almudena: «Tenemos la misma luz de Cristo»

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A los cristianos, a los «miembros vivos de la Iglesia», el Señor «nos hace experimentar el gozo de esta noche santa, haciendo ver para nosotros y para los demás que tenemos la misma luz de Cristo», dijo el cardenal Osoro durante la vigilia pascual en la catedral de la Almudena. «El Señor –afirmó durante la homilía el arzobispo de Madrid– nos dice hoy a nosotros: “No temáis, no temáis, estoy con vosotros, os he regalado mi vida, tenéis mi vida y mi triunfo. Enseñad a los hombres que buscan. Enseñadles y dadles mi vida. He resucitado”. Jesús el crucificado ha resucitado. El que ha dado la vida por los hombres, el que ha dado la vida por amor, quiere hacernos iguales a Él: que demos la vida por amor. Este acontecimiento de la resurrección es la base de nuestra fe y de nuestra esperanza».

El triduo lo comenzó el cardenal Osoro el Jueves Santo visitando a los internos del centro penitenciario de Soto del Real, junto a quienes celebró la Eucaristía y el rito del lavatorio de los pies, y a los que regaló una imagen de un cuadro sobre el regreso del hijo pródigo, con una dedicatoria personal. Más tarde, ya en la catedral, el arzobispo presidió la Misa de la Cena del Señor, celebración de «un día memorable» en el que «el amor de Jesús traspasa el espacio y el tiempo y llega a nosotros; nos regala su permanencia en la Eucaristía y nos regala el ministerio sacerdotal para que sigamos celebrando en todas las partes de la Tierra esta Cena del Señor, y nos convoca a la revolución de la ternura». Aludiendo asimismo al lavatorio, lanzó la pregunta: «¿Cómo pretendes limpiar al mundo si tú no te dejas limpiar?», y pidió «acoger el amor que Dios te quiere entregar», a diferencia de Pedro, «que no se dejó amar», cuando en realidad «todos necesitamos que Jesús limpie nuestra vida».

La mirada del Viernes Santo se dirigió a la Cruz, «donde descubrimos el gran amor de Dios a los hombres. En ella Jesús nos ha mostrado que hay que darse sin reservas, amar hasta dar la vida». La muerte de Jesús «es uno de los hechos más dramáticos de la historia de la humanidad. Jesús es arrojado a un pozo de odio y de rechazo. Aparentemente su vida es un fracaso, el odio parece haber vencido sobre el amor. Pero Jesús sigue padeciendo hoy, es crucificado en las víctimas de los conflictos armados, de los terrorismos, en los refugiados, en los sufrimientos de poblaciones enteras…» Para el arzobispo de Madrid, «la sed de Jesús es uno de sus mayores tormentos, la sed de hacer libres a los hombres, sed de vida para este mundo, sed de amor y de paz. Pero Jesús – el rostro de la bondad y de la misericordia– tiene sed y recibe vinagre», lamentó.

El tono de la liturgia cambió durante la celebración de la vigilia pascual, pues con la resurrección de Jesús «el amor ha vencido el odio, la misericordia ha roto y destruido el pecado, el bien, que es el mismo Cristo, ha vencido al mal. La vida que es el Señor vence a la muerte». Esta Buena Noticia de Cristo resucitado «no es solo una palabra, es salir de uno mismo para ir al encuentro del otro, es estar al lado de todos los heridos de la vida, es compartir con quien carece de lo necesario, es permanecer junto al enfermo, junto al anciano, junto al excluido…». Solo así se manifiesta «que creemos en la resurrección, que la tenemos en nuestra vida», aseguró.

Por eso, «si el Señor se ha desbordado de amor con nosotros, no vale tacañería. No vale para un cristiano maquillarnos de vez en cuando. Cristo ha hecho posible que nazcamos de nuevo, por eso, con esa gozosa esperanza, nos dirigimos al Señor resucitado y le decimos: “Señor, ayúdanos, que podamos amarte y adorarte; ayúdanos a derrotar todo lo que trae la muerte a esta humanidad”», concluyó.

Juan Luis Vázquez Díaz-Mayordomo / Infomadrid

El humor de Chiri

Editorial: Fiarse de Dios

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Una Iglesia en salida hacia las periferias es la que sale al encuentro del Resucitado para hacerlo presente en el mundo

Tener fe significa confiar en Dios, fiarse de sus promesas de vida eterna, pero también creer que Él es el Señor de la historia y nos sostiene en el día a día. Hay experiencias sorprendentes de abandono en la Providencia. Otras –la mayoría– son más discretas, cuando no estrictamente personales e intransferibles. Quien más y quien menos ha podido comprobar que quien se atreve a fiarse de Dios no queda defraudado.

Es la experiencia del encuentro con Jesús resucitado, que tiene una dimensión contemplativa (reconocer sus signos en nuestro entorno), al igual que una dimensión activa, en la que el Papa ha insistido continuamente durante la Semana Santa. Si la razón de ser de la Iglesia es testimoniar que Cristo ha resucitado, el anuncio más urgente debe hacerse en «todos esos lugares donde parece que el sepulcro ha tenido la última palabra», decía Francisco durante la vigilia pascual. Esto significa salir a buscar con Jesús «a quien está perdido en los laberintos de la soledad y de la marginación», afirmaba el Pontífice unas horas más tarde en su Mensaje de Pascua. Para el cristiano esto es mucho más que un imperativo moral: es entre los pobres donde Jesús ha indicado que hay que buscarle. Una Iglesia en salida hacia las periferias es, pues, la que sale al encuentro del Resucitado para hacerlo presente en el mundo, dejando que sea el Espíritu quien la conduzca. Una Iglesia que se fía de la Providencia.

Desde esta perspectiva hay que entender las duras palabras del Papa en el vía crucis del Coliseo cuando clamaba «vergüenza por la sangre inocente que cotidianamente se vierte de mujeres, de niños, de inmigrantes y de personas perseguidas por el color de su piel, por su pertenencia étnica, social o por su fe». Vergüenza clamaba también por tantas veces en que la Iglesia eleva su voz «gritando en el defender nuestros intereses», mientras que ha sido «tímida en el defender los de los demás». Es la Iglesia autorreferencial frente a la que tan insistentemente pone en guardia el Papa, como sal que se ha vuelto sosa y no es capaz ya de cumplir su única misión: anunciar al Resucitado.

Alfa y Omega

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